Las jornadas empiezan temprano en la Caracas medio rota que se despereza para alimentar las colas del hambre que se forman al alba. La banda sonora de este pueblo cansado la pone un viejito como Don Iván que le saca el ritmo a la miseria de sus días, rascando algo de comer.
La capital del país presenta todos los males económicos que se agudizan en el resto del país, como el desempleo, la subida de los precios, la hiperinflación o el desabastecimiento. Pero detrás de cada cifra catastrófica hay miles de historias de gentes que esperan, casi siempre con domesticada paciencia, pero a veces, también con una suerte de frustración rabiosa.
A Patricia casi se le saltan las lágrimas explicando su periplo. Ayer hizo cola durante tres horas para poder comprar pan en un hipermercado estatal, una especie de economato, expropiado a una empresa colombiana, y explotado ahora por el Gobierno, pero no consiguió nada. Hoy ya amontona cinco horas de espera y ve cómo otros se cuelan, y le arrebatan su porción de miseria.
Los ancianos y los niños son los que más conmueven sometidos a los estragos imperativos de la versión más degenerada del modelo chavista. Como esta señora de ojos enfermos que ya ni pueden mirar porque no tienen medicamentos para curar su pena. Otra delgada forzosa que alimenta a su nieta con cuentos y aire. Por eso esta joven que ha perdido quince kilos en tres años amamanta sin prisa a su bebé hambriento.
En medio de esta Caracas que madruga cunde la desesperanza entre los que más sufren; los que no pueden ni emigrar, ni casi protestar porque su tarea gigantesca de cada mañana, no es otra que sobrevivir.