Los desaparecidos, los sicarios y la escalofriante impunidad de vivir México
Jorge no se cansa de pegar carteles, desde donde miran las caritas de sus 3 hijos pequeños y de su mujer, secuestrados en Iguala (México), apenas un mes antes de que desaparecieran los 43 estudiantes de magisterio de Ayotzinapa. Mario lleva mes y medio excavando en la tierra, buscando como un loco los restos de su hermano, al que no ven desde hace dos años, cuando unos secuestradores le llevaron mientras conducía su taxi. En las últimas semanas han aparecido decenas de fosas comunes, los restos de personas perdidas que sus familiares nunca se atrevieron a denunciar.
La tragedia de los estudiantes ha destapado la caja de los truenos y de los desaparecidos en México. El absoluto reino del miedo y de la impunidad se resquebraja poco a poco cuando resuenan las voces de los que han convertido el miedo silencioso y el dolor, en una rabiosa exigencia de justicia.
En la Iglesia de San Gerardo en Iguala, con su amplio jardín, se ha establecido el cuartel general de la desdicha. Allí personas que han padecido el régimen de terror, impuesto en los dos últimos años y medio por el alcalde José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, se atreven por fin a dar los nombres de sus familiares desaparecidos. A estas alturas, ya van más de quinientas denuncias y la lista no hace más que ampliarse.
Los desaparecidos y sus familias, a las que se amenaza de todas las formas posibles, son ya una clase social que además de llorar, como siempre, denuncia, busca y encuentra fosas comunes, como nunca, estremecedores lugares, que aún desprenden el terrible olor de la carne quemada.
El mini cártel de los Guerreros Unidos, una escisión de los Beltrán Leyva (el cártel al que pertenecían dos hermanos de Pineda), recién nacido hace apenas tres años, ha sido el ejército del que la pareja imperial, Abarca-Pineda, se ha servido para sustentar su terrorífico control sobre una población de apenas 130.000 habitantes.
El secuestro y la extorsión se han convertido en la moneda común de una ciudad pequeña, fácilmente controlable, por los narco-políticos y su brazo armado formado por policías municipales y sicarios. Uno de los asesinos a sueldo de Guerreros Unidos se hace llamar Taxi. Su trabajo, nos cuenta, no tiene límites: “Si dudas, pierdes” así que no se permite el lujo de dudar cuando tiene que asesinar a secas, secuestrar, torturar o
hacer desaparecer a una persona: “Son siempre órdenes. No tengo horarios y todos los días de la semana trabajo. Hago lo que me piden. Cumplo. Y tengo que ser rápido, serio y trabajar con delicadeza”. La delicadeza es que su salvaje forma de hacer daño no deje huellas. La noche en la que desaparecieron los estudiantes no estaba en Iguala. Asegura que los 43 están vivos y que si estuviesen muertos, ya los habrían encontrado, porque él que es un experto haciendo desaparecer cuerpos dice que quemar a 43 no es tan fácil ni tan rápido.
Gana 560 euros al mes, mate, secuestre o hasta descuartice, es su salvaje tarifa plana. Un miserable salario, que evidencia la pobreza, la desigualdad que golpea a uno de los estados más pobres de México, Guerrero, una región que ostenta ya el título de ser también la más pobre del país.