Masai Mara: el lugar donde se detuvo el tiempo
Cuando el avión inició el descenso para aterrizar en la capital de Kenia, emocionada, pude ver parte de la enorme extensión del Masai Mara que linda con la gran metrópoli, Nairobi.
Aun así, no era consciente de lo que escondían esas llanuras, ni podía imaginar lo que me esperaba cuando el avión tomase tierra en África: un continente donde el tiempo se detiene en lugares indescriptiblemente bellos, en situaciones inolvidables.
El Masai Mara, situado en el sudoeste de Kenia, es una reserva natural donde habitan miles de animales en total libertad. La reserva no está vallada, ni siquiera por las fronteras nacionales: hay un área protegida de 1510 km2 y un área de dispersión al norte y este de la reserva, así como en las llanuras y colinas adyacentes de Loita, y aun más allá, en el Parque Nacional del Serengeti, al norte de Tanzania. Todo ello constituye lo que se conoce como el ecosistema Serengeti-Mara, un pedazo de África de 25.000 km².
Un lugar donde perderse en las infinitas praderas, en el que desde que llegas sientes esa libertad, la de una tierra abierta e ilimitada donde todo es salvaje.
Tuve la suerte de volar en avioneta hasta la reserva, algo que lo hizo aún más especial. Durante cuarenta y cinco minutos de vuelo las vistas de la sabana son espectaculares. El serpenteo del río Mara, rodeado de vegetación y las vastas llanuras salpicadas de acacias conforman un paisaje único y muy verde, distinto a lo que pensaba encontrar.
Esta zona es mucho más húmeda que el Serengueti, entre noviembre y junio las tormentas son frecuentes y además cuenta con la fuente de agua permanente del río Mara, que mantiene el paisaje exuberante y también condiciona los movimientos migratorios. Cada año, hasta un millón y medio de ñúes de barba blanca, 250.000 cebras de Burchell y medio millón de gacelas Thomson caminan a través del complejo Serengeti-Mara a lo largo de una ruta cíclica que cubre unos 2.700 kilómetros.
Cuando sobrevuelas la reserva también puedes distinguir claramente los asentamientos circulares de los masais, la tribu ancestral que sigue habitando la sabana de Kenia y Tanzania.
Durante el safari nos llevaron a visitar uno de estos poblados. Uno de los masai nos recibió y enseñó amablemente la aldea. Sus pueblos están protegidos por empalizadas de palos y arbustos, y en el interior hay multitud de chozas construidas de excrementos, barro y paja. Todos visten con telas de colores llamativos, normalmente rojos y de cuadros, y llevan grandes dilataciones en las orejas. Las mujeres llevan muchos collares de cuentas de colores y abalorios. Había bebés correteando descalzos a nuestro alrededor.
Entre ellos hablan maa, aunque la mayoría puede defenderse también en suajili e inglés.
Nos enseñaron cómo hacen fuego, cómo viven dentro de esas chozas (sin apenas luz, ninguna tiene ventanas), sus costumbres (el ganado les proporciona leche, carne y sangre, de la que también se alimentan) y sus bailes.
Una vida humilde y sencilla, la de esta cultura históricamente marginada que sigue habitando en el Valle del Rift aunque cada vez con más dificultades. En los últimos años se ha acotado su territorio y actualmente estas tribus no pueden acceder a los parques ni reservas naturales a pesar de haberlos habitado durante generaciones.
Aún así, merece la pena la visita, fue muy emocionante y enriquecedor. Sorprendentemente, me sentí mucho más cerca de ellos de lo que habría imaginado. La gente con la que nos hemos cruzado ha sido cercana y nos ha mostrado su país con cariño y aprecio.
Un enorme jeep y un guía inmejorable nos esperaban junto a la pista de aterrizaje para comenzar a recorrer esos infinitos caminos a pleno sol, con una temperatura perfecta. Algo que me llamó la atención desde que llegué a Nairobi fueron las condiciones de temperatura y humedad, realmente agradables y muy parecidas durante todo el año.
Tres días de safari que dieron para mucho… ¡tuvimos la suerte de ver los cinco grandes!
En mi próximo post os enseñaré las maravillosas fotografías de todos los animales que vimos.
Sólo os puedo decir que esta ha sido la mejor experiencia de mi vida: rodeada de naturaleza, de libertad, de inspiración. De paisajes inundados de luz y quietud, de un sosiego que marca el paso de las horas.
Un lugar que recomiendo descubrir alguna vez en la vida, y que gracias a Mara Engai ha sido inmejorable.
Infinitas gracias a Álvaro Puerto por captar la magia de este viaje en sus fotografías.