El buceo es un deporte sumamente íntimo, en el que casi todo lo que experimentas lo compartes contigo mismo. A pesar de que se practica en pareja, la comunicación es mínima bajo el agua. Cuando comienzas a bucear tienes la necesidad de avisar a tu compañero continuamente para enseñarle todo lo que ves, para alertarle de que lleva mal puesto el manómetro o para preguntarle cuánto aire le queda.
Poco a poco te das cuenta de la energía que pierdes en hacer todos esos movimientos, en intentar comunicar cosas que no son verdaderamente importantes. Y poco a poco, vas limitando tus gestos y la inmersión se convierte en una experiencia única e introspectiva mientras estás bajo el agua.
Desinflas el chaleco y te dejas llevar… vacías tus pulmones y caes al vacío. Comienzas a flotar, a sentirte libre. Ese momento es absolutamente placentero, más aún si bajas a pulmón, y el silencio lo gobierna todo.
En una de las inmersiones que hice este verano en el Mar Rojo nos lanzamos a volar en un azul profundo impresionante: un abismo de más de 700 metros de profundidad. Con una visibilidad tan increíble que estábamos a más de 35 metros sin apenas darnos cuenta. Casi sin haber perdido luz, teníamos ante nosotros un arrecife completamente cubierto de corales y de actividad frenética.
Cuando llegas a esa profundidad, a medida que desciendes vas perdiendo tonalidades y todo se vuelve más gris porque el primer color que desaparece es el rojo. La sensación es la misma que en un atardecer, ese momento en el que perdemos luz y el ojo no es capaz de diferenciar los colores.
El lugar era tan impresionante que por una vez, no encendí el foco. Normalmente lo que más me gusta es ir descubriendo toda la vida pequeña de cualquier arrecife con mi linterna. Y en el recuerdo que tengo de aquel momento todo ese espectáculo pasó incluso desapercibido.
Y es que lo extraordinario de esa pared era que estaba completamente cubierta de delicadas gorgonias, de magníficos abanicos de coral de hasta dos metros, color rosáceo, sobresaliendo desde la superficie hasta los casi 60 metros que alcanzábamos a distinguir entre las profundidades. Unos esqueletos flexibles únicos, que se alimentan de plancton y crecen en zonas de corriente, y es por ello y por su fragilidad que verlos tan perfectos y grandes es un espectáculo difícil de encontrar.
A medida que avanzábamos, comencé a separarme de la pared atraída por la inmensidad, por un color que no podía dejar de mirar, un azul que se volvía más penetrante al final del precipicio.
A partir de esa profundidad, el silencio es muy especial. Sientes cómo tus sentidos están más perceptivos que nunca… y sólo escuchas tus burbujas y el vacío del océano.
Perdí la noción del tiempo y me quedé cada vez más sola, adentrándome en el ilimitado espacio que me rodeaba. Estiré el cuerpo y extendí los brazos en cruz quedándome encima del abismo… dando vueltas sobre mí misma, entre las gorgonias y el azul índigo.
Estos son algunos de los momentos más apasionantes del buceo, cuando de repente te encuentras en lugares que están más allá de tu imaginación viviendo experiencias únicas, que además vives en soledad, lo que las hace aún más especiales.
Cuando conseguí volver a la realidad e incorporarme al grupo, pasé el resto de la inmersión completamente ausente.
Llegué a la superficie emocionada. Cuando subí al barco, me quité rápidamente el equipo, me calcé las aletas y volví nadando hasta ese arrecife que crecía hasta la superficie, sobre el que rompían las olas, llamado Small Giftun.
He tenido la suerte de poder bucear en muchos lugares del mundo, pero el azul que he contemplado en el Mar Rojo tiene una quietud y una intensidad incomparable, que se ha quedado conmigo.