Hace algo más de un mes que volví de Egipto, y el último día, aunque no pudimos bucear con botellas para intentar respetar las veinticuatro horas que debemos permanecer eliminando nitrógeno de la sangre antes de coger un avión, fue uno de los días más especiales.
Al alba partimos hacia un impresionante arrecife para pasar la mañana y en el trayecto varios delfines aparecieron alrededor de nuestro barco: rápidos y brillantes, huidizos pero cercanos, de repente inundaron de vida y energía aquel momento.
De repente, el final del viaje estaba cerca. Y casi antes de parar el motor ya estaba con las aletas puestas.
Con una temperatura de 27 grados prácticamente constantes (como mucho bajaba a 26ºC a 30-35 metros), una visibilidad de agua dulce y una luz fascinante estuve más de dos horas buceando a pulmón en esas turbadoras aguas. Las condiciones eran inmejorables.
El buceo a pulmón libre es lo que podría definir como libertad. Es un deporte maravilloso, un reto entre tu cuerpo y tu cabeza, entre la sangre y tus latidos. Es difícil describir la felicidad que se siente al practicarlo.
El hecho de poder estar de forma autónoma bajo el agua te produce una sensación tan placentera que durante esos instantes vuelas lejos del tiempo, alcanzando momentos místicos, de clímax vital. En ese arrecife estuve planeando entre los peces, con total libertad de movimientos, como uno de ellos.
Con cada golpe de riñón bajaba entre cinco y ocho metros aproximadamente, economizando mis movimientos y avanzando gracias a una patada de delfín efectiva.
En apnea todos los movimientos deben ser muy lentos, deslizándote por el agua creando apenas resistencia. Cada desplazamiento debe estar coordinado con el resto del cuerpo y con la mente, que debe mantenerse relajada.
En ese instante todo se ralentiza, y es curioso cómo el cuerpo en vez de demandar oxígeno y querer salir rápidamente a la superficie se siente a gusto.
Vuelves a tus orígenes fisiológicos y el reflejo mamífero comienza a adaptar el organismo a esas condiciones. Tu pulso se reduce (bradicardia) para consumir menos oxígeno, disminuye el riego periférico y la sangre se empieza a concentrar alrededor de los pulmones y el corazón. Este proceso se llama “Bloodshift”: a medida que desciendes tus pulmones se comprimen y el espacio que queda libre lo rellenan la sangre y las arterias que también engrosan para proteger los órganos vitales. Esto te provoca calor en el pecho y que las extremidades empiecen a dormirse.
La realidad desaparece y te invade una sensación de bienestar. No sientes necesidad de respirar: este curioso fenómeno ocurre porque bajo esa presión ambiental el paso de O2 a la sangre es mayor que en superficie. Por ello también, las apneas pueden llegar a ser más prolongadas bajo el agua.
El encargado de avisarte de que la inmersión está terminando es el diafragma. Sientes cómo comienza a contraerse y en ese momento debes comenzar a ascender, también de forma lenta y sosegada.
Cada verano me doy cuenta de cómo aumenta mi resistencia, las sensaciones en el mar mejoran y los tiempos bajo el agua se incrementan. La práctica regular de la apnea es muy beneficiosa para el rendimiento físico de un deportista: desarrolla la capacidad pulmonar, estimula el retorno venoso, activa las rutas metabólicas anaerobias, potencia los mecanismos de transporte de oxígeno y su aprovechamiento celular.
En próximos posts os contaré con más detalle las técnicas, riesgos y consejos para practicar este deporte único.