Al igual que en el teatro, en la música o con la pintura, apreciar una obra depende, en cierto modo y según en qué aspectos, del ojo del que la observa o de la predisposición con la que nos aproximemos. Tampoco puede entenderse realmente una pieza si no se tiene en cuenta su contextualización, el momento
histórico, el autor, sus obras pasadas, los condicionantes y condicionamientos, y otro etcétera aún más frenético. Y como todo en esta vida depende, según cómo se mire todo depende, pasa lo mismo con el cine. Hay ciertas películas que cobran calidad por determinados factores. Algunas brillan por su técnica, otras por el guion, algunas por la música, por las interpretaciones y, de entre todas las características, algunas sorprenden por el montaje. Aquí quería yo llegar. Al montaje.
Tan fundamental que puede destrozar una buena película o, al revés, hacerla parecer buena -que se han dado casos-. Si al verla no nos damos cuenta del montaje, debería significar que se ha realizado un trabajo correcto. Si nos llama la atención, o es un fiasco deleznable, o una apuesta especial. Por eso hoy aquí queremos hablarles de algunas películas que quizás no copen los podios del éxtasis cinematográfico, pero sí quedan impregnadas en la retina por cierta excentricidad en su codificación. Vamos, que verlas es una experiencia diferente. Hagamos un ejercicio de predisposición.
Comencemos por ‘Baby Driver’. De robos estamos ya saciados, así que la historia, por mucho que Edgar Wright intentara hacerla original, no iba a salirse del bueno- malo, ladrón-poli, robo-cárcel y una retahíla de persecuciones en coche. ¿Qué tiene entonces de especial? El montaje. Señores, aquí la música es el hilo conductor. Cada tono, tempo o rulo de tambor es una mirada, un movimiento, una acción. Mezcla
géneros musicales, desde el jazz más clásico hasta el tecno más rítmico, una jam session de estilos que abarca Queen, Beck, T.Rex, y hasta al DJ Kid Koala. Como en los tráilers, en los que el sonido acompaña al milímetro cada escena, en ‘Baby Driver’ pasa lo mismo. Es así, todo el rato. Pruébenla, será lo más parecido a pasear al ritmo de sus cascos.
‘El vicio del poder’. Adam McKey nos vacila un poco. Y se lo agradecemos. Porque la que podría haber sido la típica película sobre personajes políticos se convierte en un experimento con el espectador. Hasta tal punto que, viéndola, mi acompañante rebobinó pensando que se había producido un fallo. Eso es magnífico. Y así, a través del montaje, vamos saltando de año en año, bombardeados por rápidas imágenes como si de publicidad subliminal se tratase. Ahora un rótulo, ahora un animal, y de repente Donald Trump. Ah, bueno, y está Christian Bale, que eso siempre merece la pena.
‘Melancholia’. Ya saben, Lars Von Trier es un tipo excéntrico. Tétrico. Enrevesado. Enigmático. Y sus montajes también lo son, pongamos ‘Dogville’ en el paradigma. Dividida en actos, como mucha de su filmografía, en ‘Melancholia’ juega con imágenes oníricas, surrealistas, poéticas. Comienza lento, luego rápido, luego lento, luego rápido. Un vaivén sensorial tintado de percepciones que varían según el espectador que las aspire. Podrá horrorizarles o enamorarles. El caso es que no le dejará indiferentes, y eso, hoy en día, es un regalo para los sentidos.
‘Climax’. Aquí el montaje lo es todo, tremendamente todo. Los amantes de Gaspar Noé lo saben bien. Sin el frenesí coreográfico o esos movimientos obsesivos, no sería capaz de transmitirnos ese mareante vaivén festivo de degeneración. La cámara, como cuando les duele la cabeza, dará vueltas hasta sobrecargarles el
estómago. Y es precisamente ese desquicio rítmico lo que convierte esta película en una experiencia única. Que la historia no es para tanto, pues no, pero observen esta cinta desde otra perspectiva. Desde la de todos los sentidos. Ténganla en cuenta por el contexto, por el cine mainstream al que acostumbramos, por la falta de originalidad que sopesamos.
‘El Arca Rusa’. Mamma mia. Mención obligatoria si se quiere apreciar la forma incluso antes que el propio contenido. Más de 90 minutos de plano secuencia. Imagínenselo: unos 2.000 actores perfectamente coordinados en un sinfín de movimientos en los que un fallo, un solo fallo, mandaría al traste toda la
producción. Por supuesto hay mil películas mejores, más interesantes, más intrigantes, pero ninguna capaz de arriesgar sudor y paciencia para regalarles esta pura barroca naturalidad (miento, no es la única, pero su histrionismo sí la hace única). Tres orquestas en vivo, 33 habitaciones, un experimento, y una gran responsabilidad: la del steadicam Tilman Büttner (que ni página en Wikipedia tiene el hombre). Y así, tan solo cuatro intentos en un día para mostrarles, en todo su esplendor, el Museo del Hermitage de San Petersburgo, y una curiosa historia.
Todas cintas que no podrían colarse entre las listas de mejores películas, porque podrían tener más presupuesto, o mejor guion, o mayor técnica… pero teniendo en cuenta el contexto, el momento histórico, el autor, sus obras pasadas, los condicionantes y condicionamientos, la apuesta, diferente, es más que aplaudible. Al menos nos sorprenden, y ya saben, es la capacidad que primero pierde el ser humano. Resulta dulce que existan los excéntricos, al menos para recordárnoslo. Así que obsérvenlas con otros ojos, busquen otra experiencia, las películas no son solo historias, como el arte no es solo belleza.