Siempre les hablaré de usted, porque no les conozco y porque les tengo respeto.
Sí, comenzaré hablando de cine francés, pero antes de pasar página hacia estímulos más histriónicos, denle una oportunidad a nuestro primer vecino del Séptimo A. Total, si han llegado hasta aquí es que tienen algo de tiempo libre, y prometo rellenarles estos 5 minutos con la interesante vida de ese señor del séptimo. Está algo mayor - no le afecta, no creo nos lea - así que mejor no hacerle esperar, o se calentará demasiado el vino que nos aguarda y a él gusta más bien fresco. Ya verán qué vida más poética.
Ahora tiene el cabello gris, más largo de lo habitual, liso, le cae sobre los hombros, peinado hacia atrás. Barba de dos días, se vislumbra blanca, y cejas tristes, de las que fueron intensas.
Tenía 14 años cuando paseaba con su madre por la calle y en un cruce de miradas acaparó las más visionarias expectativas de Truffaut. Tras una prueba y media le convirtió en el héroe de ‘Los 400 golpes’, haciéndole vivir a posta aquellas ansias de cualquier adolescente: rebeldía, ligereza, frivolidad, pasión y amor. Tanto se prendó de su casting que lo incluyó en la propia cinta.
Y conectaron de tal manera que se hicieron uno, olvidando toda regla, y se asomaron demasiado hacia un vínculo enfermizo. Enfermizo pero magnífico. Jean Pierre Léaud se convirtió en su alter ego. “Es mi auténtico padre” solía decir ante el vacío mental de su propia madre.
Saltaron así a la fama sus intensos ojos, su naturalidad descontrolada, y aquella esencia de la Nouvelle Vague que cambiaría la forma de respirar cine. Su frenesí y espontaneidad sedujeron también a todos los demás: Pasolini, Bertolucci, Godard… era el hijo pródigo de todos, un encantador de serpientes, un héroe de rebeldes.
Pero si se agarra tan fuerte a alguien se corre el riesgo de asfixiarse. Y así, 7 películas más tarde, tras la muerte de su otro yo, Truffaut, desvaneció parte de su propio ser. Decían en su círculo más cercano que se pasaba el día solo, en silencio, sentado en el café Select de París. Una noche incluso le oyeron gritar “te quiero” durante horas, desconsolado, y en otra ocasión apareció desnudo y desorientado.
A Pasolini le asesinaron, Eustache se suicidó, y así todos sus padres terminaron por crearle un hueco tan inmenso que su alma se echó a un lado durante un momento.
Dicen también que solía acercarse al Palacio de Justicia en un consuelo por redimirse. Que todos los actores deberían sentarse en el banquillo de vez en cuando, decía, para ser castigados, como cima de su interpretación.
Tras algún que otro percance con la policía, con sus vecinos y ciertos periodistas, tras puñetazos, análisis psicológicos y algún que otro calabozo, volvió a la escena. Dejó atrás los tangos en París, los boulevares, Alphaville, los besos robados, la mamá y la puta y el amor en fuga para abrazarse a Kaurismaki en los ’90.
Si no la han visto, les aconsejo ‘La muerte de Luis XVI’ de Albert Serra, de 2016. Aun así este no era el caso. Venía a hablarles de ‘El león duerme esta noche’, que se estrena este fin de semana. Podrán ver a un japonés haciendo cine francés. Y si la ven, fíjense en sus ojos, en los de Jean Pierre. Verán el vacío del que les hablo. Porque si muere tu alter ego, entonces qué es de ti, sino un mero reflejo.