Mi salto del helicóptero. Más o menos
Una de las cosas buenas que tiene trabajar rodeado de selva es que en un minuto determinado puedes estar metido en una reunión como el más profesional de los profesionales, y al minuto siguiente puedes estar en una poza de agua dulce, con catarata incluida y mariposas tornasoladas volando a tu alrededor como el más Indiana Jones de los Indiana Joneses. Porque digo yo que el plural de Jones será Joneses. Otra cosa que tampoco está nada mal es salir de una reunión y poder tomarte un zumo de papaya con estas vistas:
A pocos kilómetros de nuestras casitas amarillas de Perdidos se encuentra la llamada Poza de la Sirena. De las atracciones turísticas que tenemos al alcance te enteras lógicamente en los pasillos o en el comedor. No creo que exista ninguna guía turística que recoja tanta información como la que puedes recibir entre sala y sala de edición. Siempre hay alguien que habrá abierto camino, generalmente alguno de los más veteranos. Hay gente en el equipo, unos pocos elegidos, que viven ya su sexta edición en el programa, y su cuarto año en Honduras. Me contaba el otro día una editora que entre dos ediciones del programa que se emitieron más seguidas de lo habitual (las de 2007 y 2008), había tenido la sensación de ser residente en Honduras y haberse ido de vacaciones a España unos meses. Son estas almas experimentadas quienes abren la veda y recomiendan destinos. Después, la información vuela de redactor a redactor en las barcas que los llevan a los cayos; de guionista a minutadora mientras repasan los cangrejos que ha cazado Sonia Monroy durante la noche; y de auxiliar de producción a alguien de taller mientras ultiman algún detalle del juego de inmunidad. La Poza de la Sirena resultaba ser uno de los destinos más recomendados para una primera excursión porque queda bastante cerca. Tanto, que casi te da tiempo a ir sin que Kiko Rivera se haya levantado todavía de su siesta diaria. Así que el otro día, dos aguerridos guionistas de Supervivientes. Yo, que entro en modo cinematográfico en un plis, me imaginé enseguida como Michael Douglas en Tras el corazón verde. Si tuviera la capacidad para el disfraz del extraterrestre Roger de Padre made in USA (o de Mortadelo, sin ir más lejos), habría salido por la puerta con un un pantalón de dieciocho bolsillos, un látigo, un sombrero, una cantimplora colgando del pecho y blandiendo un machete a diestro y siniestro. La realidad fue más de andar por casa: bañador, chanclas, camiseta y toalla. Y eso que el camino tenía su aquel. Desde la carretera, hay que subir por un camino cada vez más salvaje, sorteando las lianas, huyendo de las termitas y escuchando a lo lejos los tambores de alguna civilización perdida que quería cocinarnos en una enorme olla con cebollas flotando. Vale, estoy exagerando. Se llega a pie más o menos cómodamente. Pero es que el escenario invita a la exageración. Yo hasta tenía la sensación de que el Dr. Livingstone se nos iba a aparecer en cualquier momento. Al final, lo que se nos apareció fue esto:
Ni la piedra verde de Michael Douglas hubiera tenido mejor pinta. La poza es un salto de agua situado entre un montón de vegetación en donde lo único que se oye es la caída de agua y los cantos de las aves y los insectos. El típico lugar paradisíaco que se utiliza en los anuncios de gel de ducha. Y esas mariposas enormes que son oscuras con las alas cerradas pero que las abren y te deslumbran con un azul tornasolado, existen. Volaban por allí tranquilamente mientras nosotros alucinábamos con lo fría que estaba el agua. Acostumbrados ya a la alta temperatura nivel infusión de las piscinas, y a la temperatura nivel café con leche de bar de menú del día que tiene el Mar Caribe, casi perdemos el dedo gordo al introducirlo en las heladas aguas de aquel lugar. Si algo tiene de bueno La Poza de la Sirena, más allá de su publicitaria belleza, es que cuenta con unas rocas altísimas desde las que saltar al agua. Y claro, la analogía es inmediata: todo trabajador de Supervivientes que se ha lanzado desde ellas ha sabido lo que deben sentir los concursantes al saltar del helicóptero. Y puedo asegurar que ese salto tiene incluso más mérito del que parece. El de los concursantes, digo. Que el de la poza en realidad no es para tanto, por mucho que impresione cuando subes. Ahí estábamos los dos guionistas, con los dedos de los pies asomando por la roca, mirando hacia abajo, hacia las profundidades del agua cristalina, pero con los talones tan clavados a la piedra como clavada estaba Rosa Benito
Tres niños que no nos llegaban ni a la cintura aparecieron de repente, subieron a las rocas con habilidad caprina, y saltaron al segundo haciendo piruetas que ni Greg Louganis. Éste es uno de ellos cayendo al agua:
Y nosotros ahí, mirando como pasmarotes. “¿Ustedes no saltan?”, nos dijo uno de los chicos después de su exhibición, gritando desde el agua sobre el estruendo de la catarata. En el tiempo que nosotros tardamos en decidirnos, él y sus amigos saltaron unas treinta y cuatro veces más.
Pero finalmente llegó el momento. Me imaginé a Jorge Javier Vázquez dándome paso después de publicidad. “¡Es el turno de Paul!”, gritaba el presentador desde plató. La corriente de aire de las hélices me empujaba hacia abajo. Un compañero cámara hacía equilibrios en el pedal del helicóptero para capturar mi salto. Pobre. Así que desclavé un talón. Después el otro. Y salté. He aquí la prueba:
Lo dicho: no era para tanto. Pero ahora puedo certificar que si los concursantes se agarran a las puertas de ese helicóptero como los niños a la puerta de casa en el primer día de colegio, es porque un salto así impresiona más de lo que parece.