Hola, hola. Probando. Un, dos, tres. ¿Se me lee? Aquí El Superviviente 19 emitiendo directamente sobre el Océano Atlántico. ¡He vuelto!
Con una nueva edición de Supervivientes a punto de comenzar (¡y qué edición, señores!), regreso yo también para contar cómo me irá la vida en estos tres meses de grabación del programa. Ya hemos barrido las hojas secas del blog, hemos soplado la capita de polvo que se le había formado por encima, hemos quitado algunas telarañas de las esquinas y ha quedado listo para ponerlo a funcionar otra vez. Este año con twitter incorporado. Bienvenidos a la Segunda Temporada de El Superviviente 19. Qué ganas tenía de volver. Qué. Ganas. Tantas, que ni siquiera he esperado a llegar a Honduras para ponerme a escribir. Así que aquí estoy, tecleando mientras floto en el aire, encajonado en el centímetro cúbico de espacio vital que ofrecen las aerolíneas a sus sufridos pasajeros.
A mi lado duerme uno de los cámaras del equipo, que posee el don de quedarse dormido allá donde sea. “En cualquier cosa que tenga motor, me quedo frito al instante”, me ha explicado mientras se tapaba con la manta. “Incluso en el helicóptero que nos llevaba a la isla el año pasado”, ha añadido antes de cerrar los ojos. Ahora duerme ya a pierna suelta. Sólo le ha faltado el colacao calentito. Y eso que en este vuelo él y yo estamos sentados en los sitios malditos de cualquier avión transatlántico: los dos que quedan en el medio de la fila central de cuatro asientos. Es decir, tienes gente a un lado, a otro, delante, detrás, y ni siquiera puedes consolarte mirando el ala del avión a través de una triste ventanilla de plástico. Con lo que me gusta a mí imaginar que una criatura malvada camina por el ala rompiendo los motores y cortando cables, movimientos que se adivinan cuando le iluminan los relámpagos de la increíble tormenta que ha estallado en el exterior. El juego que da la ventanila de un avión (y haber visto todos los capítulos de ‘En los límites de la realidad’), y yo aquí en el asiento más aburrido de todo Iberia.
Qué iluso, que me he venido de casa con un cojín a cuestas, con su funda del Ikea y todo, pensando que así aumentaría el confort de estas once horas de travesía. Al final me encuentro encerrado en una celda no mucho mayor que las que usan las abejas para criar a sus larvas. Y el cojín, pues en el suelo, que no tengo donde apoyarlo. Para eso me hubiera traído el felpudo de casa, que ocupa menos y sabe decir ‘hola’. Por suerte traigo un ordenador pequeñito, que más o menos encaja en la mesilla plegable: si abriera aquí un portátil de tamaño medio la tecla de la letra A me quedaría sobre el regazo del cámara (y le despertaría en cuanto quisiera escribir ‘Aída’), y el Intro sobre la rodillas de la mujer salvadoreña que tengo al lado. ¿Duerme ella también? Anda, pues sí. Qué bien. En fin, intentaré no hacer ruido con las teclas.
Pero bueno, a lo que iba. ¡Que vuelve Supervivientes! Y la edición se presenta interesante con esa lista de famosos (los anónimos aún están por descubrir) que prometen mantener bien agitados los Cayos Cochinos, el curioso nombre del archipiélago hondureño al que regresa el programa. Volvemos a la localización en la que ya transcurrieron tantas ediciones anteriores. Al clásico por excelencia del concurso. Con su Cayo Paloma y su Cayo Timón. Como debe ser. El equipo en esta ocasión estaremos alojados en tierra continental, en la ciudad de La Ceiba, a unos cuarenta minutos en lancha de la isla de los concursantes. Pero ya habrá tiempo de contar todo eso.
Porque ahora mismo La Ceiba se ve tan lejana como la Ciudad Esmeralda de Oz. Sólo que nuestro camino no se compone de baldosas amarillas, sino de horas: once horas de avión hasta San José de Costa Rica; tres o cuatro horas de escala en ese aeropuerto; otro par de horitas de avión para viajar hasta San Pedro de Sula, ya en Honduras; y tres horas más de autobús para llegar a nuestro destino. Cuando lleguemos, mi hijo que aún no ha nacido se estará graduando en la universidad. Le llamaré desde allí a Boston para que me cuente qué tal le ha ido en Harvard.
Pero como bien dicen los americanos: ‘no pain, no gain’. O lo que es lo mismo: sin dolor no hay victoria. Así que este dolorcito pasajero de tener que escribir con los codos juntos (y rezando para que el pasajero de delante no decida reclinar su respaldo y seccionarme por la mitad con el teclado de mi propio ordenador) no es más que una chuchería comparado con la victoria que supone volver a estar al comienzo de una nueva edición de Supervivientes.
Justo ahora empiezan tres meses de aventura. Sólo en este preciso momento puedo decir que aún lo tengo todo por delante. Y es increíble lo bien que me suena la idea.