Alcanzando los datos de audiencia que estamos alcanzando, desde aquí suponemos que la población española debe andar bastante obsesionada con todo lo que acontece en esta edición de Supervivientes. Hacía mucho tiempo que un reality no lograba superar el 25% de share como si tal cosa. Y en repetidas ocasiones. Aprovecho para extender una sincera enhorabuena a todos mis compañeros (tanto los que están aquí como los que trabajan en Madrid), por este éxito tan tremendo.
Pero por muy grande que sea la obsesión de los telespectadores con el programa, puedo asegurar, y aseguro, que no será tan grande como la que acusamos aquí los propios trabajadores. Conviviendo las veinticuatro horas del día con el equipo, el concepto ‘desconectar del trabajo’ se complica un poco. Es inevitable: vayas donde vayas, vayas con quien vayas, en algún momento la conversación virará inexorablemente hacia los contenidos del programa.
Ya puedes estar en una poza paradisíaca lanzándote al vacío sobre aguas cristalinas, que al sacar la cabeza del agua tras el chapuzón, tu compañero dirá: “has caído peor que Sonia”. Y ya la hemos liado: “Por cierto, ¿sabes que Sonia está en plan Aída y se ha hecho su propia cabaña?”, dirá a continuación. “¿Sí?”, preguntas tú escupiendo una hoja seca mientras te arrastra la corriente de la catarata. “Sí, porque resulta que Tony y ella….”. No hace falta más. Los quince minutos de conversación sobre el programa no te los quita nadie.
Y esto es así todo el tiempo. Porque no hay un solo minuto en que no se produzcan novedades. Mientras estás en la barra del comedor sirviéndote los deliciosos espaguetis a la boloñesa que hace nuestro cocinero, un cámara nocturno se te acerca y te cuenta que Tony y Montalvo tuvieron una bronca gordísima en el cayo. De camino a la mesa, con la montaña de espaguetis sobre el plato, un compañero guionista comenta que Tony ha dicho en confesionario que el míster llevaba un machete. Mientras enrollas espaguetis en un aspersor de tomate que te arruina la camiseta blanca (ya me ha pasado dos veces), la psicóloga comenta su opinión sobre las imágenes. Y, cuando apuras el último trozo de carne picada del plato, la minutadora te da hasta los códigos de tiempo en los que ocurrió la bronca. Total, que al final te levantas a por un poco de piña para el postre preguntándote: “¿yo venía a comer o a una reunión de contenidos?”.
Tal es el nivel de obsesión con el programa que uno ya no sabe si está perdiendo la chaveta. Como me pasó a mí el otro día. Resulta que nuestras casitas de Perdidos tienen en el baño una ventana que está justo a la altura de los ojos cuando uno se pone de pie a hacer eso que los chicos pueden hacer de pie y las chicas no. Por esa ventana lo único que se ve son las paredes de las casas vecinas y sus lamparitas exteriores.
Pues bien, de repente, empecé a ver el logo de Supervivientes por todas partes. Miraba a un lado y veía ‘SV’. Miraba un poco más allá, y veía ‘SV’. Giraba un poco el cuello y volvía a ver ‘SV’. Si los ‘SV’ fueran pájaros, en ese momento yo estaba en una película de Hitchcock. Aterrorizado por la idea de haber perdido definitivamente el juicio, me dieron ganas de meterme en la cama, taparme con la sábana, e imitar al niño de El Sexto Sentido diciendo: “en ocasiones veo el logo de supervivientes”.
Pero no. Fui fuerte y me enfrenté a mis temores. Salí de casa. Si hubiera tenido una escopeta la habría cogido. Y si existiera un interruptor a tal efecto, lo habría accionado para poner la realidad en blanco y negro. Necesitaba comprobar si aquello que estaba viendo era real. Y, por suerte, lo era:
Son las lámparas de cerámica de nuestras casas. Hay seis en cada una. Como para no obsesionarse. Porque son una S y una V. Sin ninguna duda. Se ve claramente, ¿no? ¿No? Estoy cuerdo, ¿verdad?
Y lo fuerte del asunto es que la cosa no terminó ahí. Al día siguiente me tocaba poner la lavadora. Y descubrí que aún no había lavado el pantalón vaquero con el que hice el viaje de venida. Normal, cualquiera se pone aquí un vaquero. Sólo mirarlo e imaginar tanto abrigo sobre las piernas con este calor, hace que uno se ponga a sudar. Aún así hay compañeros que se los ponen. Ayer precisamente le preguntaba a un redactor cómo era capaz de llevar un vaquero con la que está cayendo. “Es para que no me piquen los mosquitos”, me explicó. Oído cocina. El caso es que estaba poniendo yo esa lavadora cuando, de repente, me encuentro con esto:
Vale que se trata de una marca muy común de una cadena de tiendas española muy conocida, pero… ¿y cómo es que no me había dado cuenta de ello hasta ahora? ¿No son ya demasiadas casualidades? ¿Somos realmente víctimas de una obsesión? ¿O es que hay algo más? ¿Cómo sabía quien cosiera esa etiqueta que yo era El Superviviente 19? ¿Cómo podía saber el artesano que diseño las lámparas de cerámica que muchos años después se grabaría en este lugar un programa cuyo logo se asemejaría tanto a las figuras que él había diseñado caprichosamente mucho tiempo antes? ¿Qué clase de misterio se esconde detrás de todo esto? ¿Y qué pintan estas dos lechuzas en el jardín de una de las villas?:
A ver si al final lo de que estas casas se parezcan tanto al poblado de Perdidos Chan. Chan. Seguiré investigando.