Las luciérnagas molan un montón
Hoy he estado a punto de morir. Paseaba yo tan tranquilo por el caminito pavimentado del jardín de un hotel, cuando un coco del tamaño un balón de rugby se ha precipitado contra el suelo. He llegado a sentir el golpe de aire de su movimiento en mi flequillo. Vale, estoy exagerando: en realidad el coco ha caído dos pasos por delante de mí. Y tampoco tengo flequillo. Pero, ¿y si me hubiera dado por caminar 0,5 km/h más rápido de lo habitual?
Seguramente ahora estaría de cháchara con Elvis Presley compartiendo un café en tazas moldeadas con nubes. Elvis sí que tenía un gran flequillo.
Lo más impactante ha sido el ruido que ha hecho el fruto −que tanta maña tiene para abrir Rafa Mora− al caer contra el suelo. No quiero ni pensar qué habría pasado si me hubiera caído en la cabeza. Durante un segundo me he quedado congelado en un entorno a 40ºC de temperatura. Y lo peor de todo no es el susto.
Es la paranoia que se le queda a uno de saber que podría ocurrirnos a cualquiera. Inquieto, he hecho caso al refranero español, que dice aquello de “mal de muchos, Consuelo Berlanga”, y me he dedicado a extender la psicosis entre mis compañeros. Y es que estamos hablando de un peligro real. En Google he descubierto que George Burgess, un empleado del Museo de Historia Natural de Florida en Miami, hizo público un dato escalofriante: hay quince veces más posibilidades de morir por un impacto de coco que por un mordisco de tiburón. Lo raro es que aún no se haya dirigido ninguna película sobre el tema. Qué digo una. ¡Toda una franquicia! Aún con el susto en el cuerpo, me he topado con este cartel tan apropiado:
En el cementery podría haber acabado yo hacía cinco minutos. Y la verdad, morime ahora me vendría fatal. Con todo lo que ofrece Big Corn Island. Cómo será la isla que hasta cuando se va la luz no deja de soprenderte. Aquí los cortes de luz son tan comunes como las lluvias torrenciales de un segundo. Cuando menos te lo esperas pasas de la felicidad que proporciona tirar de amperios sin miramientos a esa cara de desconcierto que se te queda cuando sientes que el mundo voltaico se viene abajo.
Estás tú tan contento, con todo encendido: tu aire acondicionado, tu ventilador, tu ordenador, tu tele, tu cafetera, tu nevera, tu lámpara de lava, tu cartel de neón que pone “Motel No Vacancy”… Y de repente, fiuuuum. El programa de la ABC (tengo decenas de canales norteamericanos en la tele), desaparece en un circulito de luz blanco cada vez más pequeño. La nevera se rinde y decide descansar, que yo entiendo que esté agotada de mantener el agua fría en este entorno tan caluroso. Las aspas del ventilador giran cada vez más despacio hasta que se detienen. Y el aire dice adiós mientras piensa “ahí te quedas”.
Nada de lo que preocuparse. Estamos preparados para todo. A nivel profesional, todo el material técnico del programa sobrevive a los apagones gracias a los generadores que hay en los hoteles de trabajo. O sea, que por esa parte, todos tranquilos: nunca perderemos el programa editado del día siguiente porque el sistema se apague de repente.
Y a nivel de andar por choza, más o menos todos disponemos de algún sistema de iluminación personal. Yo tengo una pequeña linterna que me prestó el dueño de las cabañas donde nos alojamos unos cuantos del equipo. Quienes, por cierto, vivimos con nuestro primer apagón uno de los mejores momentos de lo que llevamos de aventura.
Estábamos ya cada uno en nuestras respectivas habitaciones dando por finalizada la jornada, cuando el suministro eléctrico se fue de repente. Extasiados ante nuestro primer apagón caribeño de este año, salimos a la puerta a comentar la jugada. Creo que nunca he visto una oscuridad tan total.
Normal: hablamos de toda una isla apagada en medio del océano. Tanteando con las manos y agarrados a las barandillas de nuestros balcones, logramos juntarnos a base de gritos como si estuviéramos jugando a Marco Polo. Nuestra excitación ante la Oscuridad Total ya era considerable. Pero entonces se nos ocurrió mirar al cielo. No sabía que podía llegar a haber tantas estrellas como para que parecieran nubes. Como diría el hermano del novio de la superviviente Beatriz Trapote: im-presionante.
Lo fuerte es que la cosa no quedó ahí. Aún con la boca abierta, descubrimos al bajar la cabeza una nueva fuente de luz. Decenas de puntos amarillos bailaban delante de nuestros ojos de manera intermitente. Era una nube de luciérnagas. Creo desde ya que debe ser el insecto más molón sobre la faz de la tierra.
Intenté hacer una foto al milagro de la naturaleza que teníamos frente a nosotros, pero esto de la fotografía nocturna y esa cosa tan horrible llamada flash me lo puso muy difícil. Si lo utilizaba, la luz de las luciérnagas se perdía en la explosión de xenón. Pero si no lo usaba obtenía una bonita foto negra. Así que he utilizado esta última para, con unos ligeros retoques fotógraficos, tratar de conseguir el efecto original. Sería algo como esto:
Después de ver una nube de luciérnagas bajo un cielo estrellado en una isla caribeña pensé que quizá no me queden por ver cosas mucho más bonitas que ésa. Si el coco me hubiera caído en la cabeza, a lo mejor tampoco me hubiera perdido tanto.
Próximamente en el blog: Una visita al cementerio, el milagro de la gorra desaparecida, la primera expulsión…