Al otro lado de la catarata

telecinco.es 14/06/2011 13:19

Ayer estaba hablando con una guionista sobre esa imagen recurrente que el ser humano tiene metida en la cabeza sobre que detrás de las cataratas hay una especie de mundo fantástico. Esperando para entrar en la reunión de contenidos del domingo (que fue intensa con la cantidad de cosas que habían pasado en Playa Uva), entre la guonista y yo intentamos descifrar de dónde nos viene a todos esa idea. Sin duda tiene que ser del cine o la televisión.

Tras muchas cábalas, ella llegó a la conclusión de que la responsable de esa imagen es una serie española de dibujos animados que se emitió en los años ochenta: Mofli, el último koala. Yo creo que tiene que haber algo más: sería cuestión de hacer una investigación de campo para saber si la gente menor de treinta también cree que las cataratas se pueden correr como cortinas para acceder a un mundo fantástico lleno de arco iris.

Pero bueno, ¿y a qué venía una conversación sobre cataratas esperando a que comenzara la reunión? Pues a que este fin de semana tuve la oportunidad de visitar una de estas supuestas puertas al Edén: las cataratas de Pulhapanzak. Que es uno de los principales destinos turísticos de Honduras y, según muchas guías, uno de los paisajes centroamericanos más impresionantes. Y que además queda, fíjate tú, a unas cuatro horas en coche desde mi sala de edición. Cuando trabajo en Madrid no suelo tener vórtices al paraíso tan a mano, así que aproveché el fin de semana para plantarme bajo esta caída de agua de cuarenta y tantos metros de altura. Cuyo nombre, según me explica Google, es una palabra maya que significa “rebalse del río blanco”.

Quienes sean verdaderos seguidores de Supervivientes reconocerán este paisaje porque la imagen de la catarata aparece en la cabecera del programa: tanto en la de la gala de los jueves como en la del debate de los domingos. Si uno se fija bien, aparece durante algunos segundos después de los nombres de Tony, Tatiana y Tamara. Éste es el fotograma exacto:

Lo mejor de todo es que no son una cataratas que te limites a observar desde un cómodo mirador con su barandilla y su cubo de basura para el papel albal de tu sándwich mixto, sino que andan por ahí unos guías que te dan la oportunidad de avanzar a través de las rocas hasta la parte de atrás de la cortina de agua. Sí, sí, tal cual. Detrás de la cascada. Donde está esa otra dimensión paradisíaca llena de tesoros y cosas bonitas. El guía me avisó de que la experiencia era un tanto extrema y que habría tramos en los que no podría ver ni casi respirar, pero creo que apenas escuché lo que decía.

Mientras él hablaba y me indicaba la forma en la que tendría que colocar la mano sobre la nariz y la boca para poder avanzar, yo asentía como si me estuviera enterando de algo. Pero en realidad estaba pensando en el montón de unicornios alados que iba a descubrir tras la catarata. Y la manada de sirena cantarinas. Y los cofres rebosantes de doblones de oro. Y el único árbol del mundo cuyo fruto es el gofre de chocolate. Y el lago de medusas luminosas. Y la amable cajera que sirve whoppers las veintiocho horas del día. Porque detrás de las cataratas los días duran veintiocho horas.

Así que con las indicaciones a medio entender partí detrás del guía, empapado ya desde el minuto cero porque en cuanto te acercas a menos de cincuenta metros del lugar donde cae el agua es como estar bajo la ducha. Bajo cincuenta duchas. Bajo cincuenta duchas buenas de hotel caro. Con fuerza y presión. Creo que Tatiana Delgado se moja menos cuando bucea y da volteretas bajo el agua de lo que me mojé yo en los primeros cinco segundos de travesía.

A medida que uno se acerca a la catarata, el agua deja de caer de arriba hacia abajo y pasa a caer hacia todas partes. Te entra por los ojos, los oídos, las perneras del bañador, la nariz y la boca. Y aunque todos sabemos que mi nueva gorra nunca será como la mítica gorra del Corner Bar, debo decir que esta experiencia nos ha unido bastante y vamos afianzando poco a poco nuestra relación. Justo en el momento crítico en el que más complicado resultaba respirar, el guía me recomendó (mediante signos, porque el ruido del agua imposibilita comunicarse de viva voz), que agachara la cabeza y utilizara la visera como parapeto para el agua. Y eso hice. Y funcionó. Fue así como logré llegar hasta la misma base de la catarata. Estaba a un paso de poder coger la cortina de agua con una mano, abrirla, y descubrir el lugar mágico que siempre hay detrás de las cataratas.

“¡Avanza!”, leí en los labios del guía mientras me indicaba el camino como un guardia de tráfico. Lo que me señalaba era una grieta diminuta en la roca. Yo quise preguntar si estaba seguro de que era por ahí, pero en cuanto abrí la boca se me llenó de agua así que desistí. Y tire para adelante, pensando que era normal que el paraíso fuera tan difícil de alcanzar. Si no, todo el mundo estaría allí desde el miércoles pasado. Así que me metí por el angosto espacio, me arrastré durante unos metros literalmente a oscuras y, finalmente, aparecí al otro lado de la catarata. ¿Y qué encontré?

Pues encontré una cueva minúscula. Era de esperar: ¿cómo iba a soportar el terreno el peso de tanta cantidad de agua si debajo hubiera un espacio vacío tan amplio para albergar unicornios alados, árboles gofreros y un lago con medusas luminosas? Qué pena, otra vez la realidad cortándole las alas a la imaginación.

Aún así, estar ahí metido, empapado tras una travesía de cuento, a oscuras, detrás de una imponente catarata fue sin duda en una experiencia potente. Una de las más potentes que he vivido en Supervivientes. Tanto, que estuve tentado de buscar algún anillo por entre las grietas de la cueva para poder quedarme allí durante años susurrando a la nada: “mi tesooooooooro”.