En Supervivientes existe un factor determinante en la dureza de la experiencia que no resulta tan espectacular como la delgadez, las picaduras o las quemaduras de sol, pero que termina convirtiéndose en uno de los elementos que más afecta a los concursantes: el estar separados de los suyos. La nostalgia. El echar de menos. El no saber qué está pasando en casa. Entre el grupo de supervivientes de esta edición tenemos, por ejemplo, a una madre separada de un hijo de poco más de un año, otro padre separado de su hija embarazada y varias parejas de novios que no saben nada el uno del otro desde que empezó el concurso.
Fue muy enternecedor ver cómo, en la gala del pasado jueves , cuando Jorge Javier ordenó a los veteranos que evacuaran Cayo Paloma, lo primero que recogió Fortu, antes de cualquier ropa, alimento o utensilio para la supervivencia, fue la madera en la que grabó durante días el nombre de su futura nieta: Nirvana. Que, por cierto, va a ser la niña con el nombre más molón de toda España.
En esa misma gala también vimos llorar a un hombre como Rubén al escuchar la voz de su novia, algo que deja bastante claro lo mucho que los supervivientes echan de menos a los suyos. Creo que nunca se ha hecho una prueba en la que un concursante deba elegir entre un plato de comida o una llamada a un ser querido, pero tengo muy claro cuál sería la elección de cualquiera de ellos. No hay plato de espaguetis, pollo asado o tarta de chocolate que alimente más que la voz de una novia, una madre o un hijo. Hablando de tartas, el otro día el equipo pudimos disfrutar de una exactamente igual a la que recibió Labrador por su cumpleaños y puedo confirmar que estaba riquísima.
Quienes trabajamos en el programa entendemos perfectamente esa añoranza que experimentan los supervivientes porque, a nuestra manera, la vivimos nosotros también con nuestras familias y parejas. Y eso que nosotros, con Internet, Skype y WhatsApp a todo trapo, no sufrimos ni una centésima parte de la sensación de lejanía que pueden llegar a sentir los supervivientes.
En algunos momentos, la recepción del hotel parece un locutorio en hora punta. Allí nos conectamos a una de las redes WiFi más potentes, lo que hace que varios cámaras, uno de sonido, un par de redactores y alguien de guión acabemos coincidiendo en el mismo lugar gritando a las pantallas de tabletas, ordenadores y móviles. Una mañana acabé saludando a la madre de una compañera guionista mientras yo trataba de contactar con la mía.
También es habitual encontrarnos con el brazo en alto, arrinconados en una esquina concreta de la estancia, porque parece que en ese punto exacto hay mayor cobertura. Por suerte, para cuando estamos en casa, la productora ha habilitado un montón de redes que alcanzan la mayor parte de villas en las que vivimos.
Acercándonos a la mitad de la edición, empieza a ser muy habitual que hablemos durante las comidas sobre la añoranza que sentimos por España. El otro día, cenando, charlaba con unos compañeros sobre el tiempo que nos falta para regresar. Hay gente del equipo que se pasaría aquí seis meses felizmente y otros a los que ya les va a apeteciendo volver. Para animar a los que empiezan a acusar cierta morriña utilicé un argumento que a mí siempre me ayuda: “pues si a ti se te hace largo o difícil, piensa en Lola o en Lomana, que llevan el mismo tiempo que tú pero duermen ahora mismo mojadas en la arena”.
En esa misma cena me contaron además una historia que me pareció de lo más tierna: un cámara del equipo ha hecho varios días los deberes con sus hijos, en Madrid, a través de Skype. Casualmente ese cámara formaba parte de un sector del equipo que ha regresado a España el fin de semana pasado así que ahora mismo estará haciendo los deberes con sus hijos en casa. Al resto aún nos quedan unos meses. ¡Y yo que me alegro!