Al final llegué a la reunión sin quemaduras ni mordeduras de bichejos. Al contrario de lo que ocurriría en cualquier trabajo convencional, ni al Director ni al Subdirector ni a nadie en aquella sala le sorprendió lo más mínimo que apareciera descalzo. De hecho, nadie lo notó:
Es lógico: estamos acostumbrados a tener presentes redactores empapados hasta el tuétano o llenos de arena hasta las cejas. Creo que estamos en un punto en el que una redactora podría contarnos lo ocurrido con los concursantes llevando gafas de bucear y apuntaríamos los códigos de tiempo sin pestañear. Sin ir más lejos, hoy han aparecido en el comedor dos compañeros completamente empapados. Cuándo les hemos preguntado qué les había pasado, nos han dicho: “se nos ha volcado el cayuco volviendo de Laguna Cacao”. Y a todos nos ha parecido lo más normal del mundo.
Terminada la reunión, el resto de mi jornada laboral iba a transcurrir sobre los suelos pulidos de nuestras salas de edición. Lejos del sol abrasador y las escolopendras (por cierto, gracias al lector que me corrigió: en efecto, el nombre correcto es escolopendra, y no escalopendra). No puedo presumir de haber permanecido descalzo durante horas editando el resumen diario porque apenas tiene mérito. Bueno, tendría uno, pero no lo logré. Y es que el verdadero mérito de estar unas seis horas descalzo en una sala de edición con el aire acondicionado a todo trapo sería no acabar resfriado. Y yo lo estoy. Que no digan que no me sacrifico por el blog. Porque parecerá que no, pero la suela de goma de una buena chancla aísla más de lo que creemos. Si no, no se explica que haya sobrevivido durante dos meses inmune a las temperaturas árticas de nuestras salas de Avid y haya caído justo tras el experimento de ir descalzo por la vida.
Más mérito tuvo sin embargo la obligada excursión al comedor. En dos ocasiones. A comer y cenar. Hasta que uno no se pasea descalzo por la estancia donde decenas de personas se alimentan de un buffet libre, no descubre el fascinante mundo de texturas que se dibujan en su suelo. En la zona de las bebidas, que tenemos uno de esos dispensadores en plan cine con refrescos de grifo a tutiplén, te vas quedando pegado y haciendo un ruido como chlac chlac.
Donde se coge el pan, sientes como si pequeños cristalillos se te clavaran en el talón y los dedos: y no son otra cosa que migajas. Luego ya en el carril general de platos principales lo mismo pisas un fresco y liso trozo de lechuga, que sientes algo viscoso entre los dedos: un salpicón de mayonesa de la ensaladilla rusa que nos prepara nuestro cocinero. Al final mis pies se enteraban de qué había en la siguiente bandeja antes de que yo mirara. Y creo que si cultivara el arte de pasear descalzo por el comedor, en un par de semanas podría dar una vuelta con los ojos cerrados y decir de carrerilla el menú que se ofrece.
En el fondo yo me iba alegrando de ir encontrando suciedades. Porque con cada nuevo elemento que pisaba sabía que ensuciaba aún más mis plantas y me acercaba a mi nueva denominación de Pie Negro. Que era el objetivo del día.
Sin embargo, la vida me dio una lección: y es que cada uno es como es y no puede luchar contra su propia naturaleza. Como en la fábula de la rana y el escorpión. En esa fábula, un escorpión pide a una rana que le ayude a cruzar un río. La rana, desconfiada, se niega porque teme que el escorpión le pique con su aguijón, a lo que el escorpión contesta que no tendría sentido hacerlo porque entonces se ahogarían los dos. La rana accede finalmente y comienzan a cruzar al río. Pero a mitad de camino, el escorpión pica a la rana. “¿Por qué lo has hecho?, vamos a morir los dos”, dice la rana. “No puedo evitarlo, es mi naturaleza”, responde el escorpión.
En mi caso no hubo picaduras de escorpión, pero la conclusión fue la misma. Resulta que en el camino de vuelta a casa, con los pies cansados de tanta novedad y probablemente tan negros como los del cámara que me metió en este lío, empezó a llover. A llover tanto que la calle hasta mi casa se convirtió en un riachuelo. Anda mira, como en la fábula. Era la última aventura que el día guardaba a mis pies. A saber cómo se libraron de ésa las escolopendras. Patas para remar tenían de sobra, eso sí. ¿Qué hice yo? Pues lo que tocaba, que ya que me había embarcado en esta empresa, tenía que defenderla hasta las últimas consecuencias: caminar descalzo con el agua hasta los tobillos. Experiencia que, por cierto, recomiendo a todo el mundo. No hace falta siquiera saltar de farola en farola cantando Singing in the rain. Sólo el hecho de caminar descalzo por una calle cubierta de agua es bastante molón.
¿Y cuál fue el resultado de tan inesperado baño nocturno? Pues que llegué a casa con los pies casi más limpios que por la mañana. Completamente blancos. Ni todo un día descalzo enfrentado al asfalto caliente, las escolopendras dormilonas, los suelos congelados, los salpicones de mayonesa y los charcos de Coca-Cola había sido suficiente para convertirme en un Pie Negro. Salí de casa siendo un Planta Blanca, y regresé a casa siendo un Planta Blanca. Lo dicho: no se puede luchar contra la propia naturaleza.