Con los dedos de dos manos
Justo hoy llegamos al día en que podemos contar las jornadas que nos quedan aquí en Honduras con los dedos de un único par de extremidades. Qué pena. Además, señales de que esto se acaba las hay ya por todas partes.
El otro día estaba yo en el comedor esperando que la simpática muchacha de la plancha terminara de prepararme una baleada para desayunar (una exquisitez típica del desayuno hondureño a la que me he enganchado tarde, y que consiste una tortilla de harina rellena con frijol machacado y queso en formato ligeramente empanadillesco), cuando llegaron dos compañeros hambrientos que habían pasado la noche en el cayo y se pidieron una tortilla. Una tortilla de huevos, de la de siempre, pero a la que aquí se refieren como omelette para no confundir, precisamente, con las tortillas con las que se hacen las baleadas.
Oí que hablaban de cosas del concurso, que si Aída tal, que si Sonia tal cual, que si Jeyko no sé qué. Hasta ahí todo bien. Pero entonces, estando yo aún con el plato en ristre esperando que la consabida baleada cayera sobre él, les escuché mencionar una palabra prohibida. Maleta. ¡Estaban hablando ya de cómo iban a hacer la maleta de vuelta! La definitiva. La de esto-se-ha acabado-nos-volvemos-a-Madrid.
Para mí fue como si la música del comedor se interrumpiera y saliera de los altavoces la tocata y fuga en re menor. Escuchar hablar por primera vez de esa inminente maleta que sobrevuela nuestro futuro próximo supuso todo un impacto. ¡Pero si ayer estaba yo cerrándola en Madrid! De hecho creo que incluso tengo cosas que aún no me ha dado tiempo a sacar. Habrá camisas a las que he me llevado tres meses de viaje y desplazado un total de 20.000 kilómetros para trasladarlas desde un cajón... hasta ese mismo cajón. Pobres.
El recuerdo constante de que estamos en la recta final de esta edición acecha allá donde vayas. Desde el mencionado comedor, hasta tu propia sala de trabajo. No me había yo repuesto aún de la tragedia maletera del desayuno, cuando me toco entrar a editar mi parte del resumen del día siguiente. Y me tocaba precisamente resumir la noche y las primeras horas del pasado sábado, que es el tramo en el que colocamos el rótulo que indica el número de jornada en que se encuentran los concursantes. Aluciné cuando miré el calendario que tenemos para ello:
Día 73. Increíble. Tengo la sensación de que hace nada el editor y yo escribimos Día 4 (aviso: que nadie saque conclusiones precipitadas de los días extras que aparecen en ese calendario). Jacobo andaba por allí, los anónimos estaban en un barco fantasma, y casi nadie en esa isla era capaz de pescar o abrir un coco. ¿Y ahora? Ahora Rosa es capaz de abrirlo con los dientes y hasta Jessica se desenvuelve bien con el machete. Lo que han aprendido. Por cierto que, ahora que menciono el coco, parte del equipo estamos viviendo nuestra propia obsesión paralela con el fruto de las palmeras. Últimamente no hay comida, cena, merienda, partida de cartas, visionado de película, reunión casual, o apertura de sobre en la que falte el coco.
No llegamos a sufrir de ansiedad como Rosi, pero si en la mesa no hay un vaso con agua de coco ni rulan platos con los trocitos que alguien logra separar de la corteza en el fregadero, como que nos falta algo. Y claro, ¿qué hacen un montón de trabajadores de supervivientes cuando se les pone un coco delante? Pues tratar de demostrar lo mucho que han aprendido observando a los concursantes durante meses. Que ya adelanto que no es mucho.
El primer paso del enrevesado proceso para comerse un coco lo tenemos todos muy claro. Perforar dos agujeritos para sacar el agua. Los cocos que conseguimos nosotros son de esos que ya están duros, no los verdes enormes que los concursantes tienen que pelar durante horas. Los mismos que te venden en los supermercados españoles, para entendernos. Pero a partir de ahí, las técnicas varían.
“Dale golpecitos con el cuchillo, que llega un momento que se abre solo por la mitad”, indicaba en una comida una redactora que ha visto hacerlo así a Montalvo, con el machte, un montón de veces. El digitalizador procede a ello con un triste cuchillo de cocina y claro, quince minutos y ochocientos golpes después, el resultado no es el mismo. El coco sigue intacto. “Meted el cuchillo por el agujero y haced palanca”, aconseja uno de Producción. Y el digitalizador, obediente él, se dispone a hacerlo. Pero no hay forma. El cuchillo no cabe en ese agujero.
Yo siempre recomiendo la misma técnica: meterlo en una bolsa y golpearlo contra el suelo una y otra vez hasta que se hace pedacitos. Lo bueno: roto, queda. Lo malo: puedes acabar comiendo guijarros de coco. Así que mi idea no fue muy tenida en cuenta. Al final, tuvo que ser una compañera la que se levantara de la mesa, arrebatara el coco al digitalizador, y lo abriera por el clásico método de a lo bestia. El cual consistió en impactos repetidos contra el suelo, degollamiento con cuchillo, estrangulamiento a dos manos y, finalmente, desmembramiento en cuatro partes. Algunos considerarían que más que abrir el coco, lo asesinó. No es exatamente como lo hacen los concursantes, pero cumplió con su cometido. He aquí las pruebas del delito:
Volviendo al tema de esta recta final de concurso, el pasado sábado celebramos ya la fiesta oficial de fin de curso (la que anunciaba el cartel al inicio de este post). El 98% del equipo (un par de cámaras nocturnos no pudieron asistir por razones obvias) despedimos la edición con una cena de gala, hogueras en la playa y fuegos artificiales. Como tiene que ser. Mirando las explosiones de color en el cielo pensé: ¿que quedan muy pocos días? Pues bienvenidos sean. A disfrutarlos.