Viviendo en este microcosmos en el que vivimos el equipo de Supervivientes, lo más lógico es que cuando consigues unas horas libres entre reunión y reunión, resumen y resumen, o edición y edición, te apetezca salir de nuestro particular barrio residencial para descubrir nuevo mundo. Más o menos como cuando Cristóbal Colón miraba al mar y se preguntaba qué habría más allá, nosotros miramos hacia el camino que lleva a la salida del hotel, con una mano a modo de visera sobre los ojos y con la boca abierta, y nos preguntamos: “¿qué habrá allá fuera?”.
El destino principal es La Ceiba, la ciudad que tenemos a unos treinta kilómetros de distancia. Sea para ir al cine, para ir a buscar un ventilador de repuesto para el portátil (que tiene especial tendencia a estropearsepor estos lares, doy fé), o para hacer la compra porque siempre llega un momento en que se te acaban los Froot Loops, La Ceiba es la gran metrópolis a la que dirigirse. Y son tres las opciones principales de transporte que tenemos para llegar hasta ella: primero el taxi, que apenas tiene gracia; después el auto stop, que mola bastante; y, por último, el autobús escolar, que es la repanocha.
Son varios los países latinoamericanos que cubren su infraestructura de transporte público con los clásicos autobuses escolares americanos. Son vehículos que el gobierno de Estados Unidos exporta a estos países una vez que ellos los retiran de sus calles. Y sí, son los típicos autobuses amarillos que hemos visto en tantas series y tantas películas. El que conduce Otto, de Los Simpson. El que cogía Kevin Arnold para llegar al colegio en Aquellos maravillosos años. Esos autobuses campan a sus anchas por Honduras y son lo que más a mano nos pillan al equipo del programa para llegar hasta La Ceiba.
Los que saben de mi tendencia a transformar la realidad en película entenderán cuál puede ser mi reacción ante uno de estos autobuses. Y porque no tengo la cocina muy surtida, que si no, siempre que voy a La Ceiba me llenaría una lonchera con sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada. Y saldría corriendo por la puerta de casa con una mochila a cuestas para no perder el autobús. Y me pondría en la parada que queda justo a la salida del hotel a esperar el School Bus, preparado para un nuevo día de High School tratando de inventar alguna excusa para explicarle a la Señorita Krabappel porque no tengo hechos los deberes de matemáticas. Pero no. Cuando subes al autobús no te encuentras en los primeros asientos a un empollón resolviendo el cubo de Rubik ni a unos abusones fumando en los asientos traseros. Te encuentras al conductor, al revisor, y al montón de gente que se dirige, digo yo, a sus trabajos, sus casas o las casas de sus parejas. El trayecto cuesta menos de medio euro, no te lo cobra el conductor sino una especie de revisor con muy buena memoria para las caras, y te plantas en La Ceiba en poco más de media hora.
Que los autobuses son norteamericanos se nota por todas partes. Y no porque cuando subes casi parece que va a sonar una cancioncilla y van a sobreimpresionarse en el aire los nombres de los actores de la teleserie que de repente protagonizas, sino porque dentro abundan las banderas de barras y estrellas y las pegatinas del tipo “God Bless America”. Cuando llega el revisor fisonomista y te reclama el precio del billete, casi resulta extraño pagarle con una decena de lempiras y no con un puñado de dólares.
El otro día, en uno de estos viajes fugaces a la ciudad, descubrí en mi asiento, justo debajo de la ventanilla, una inscripción que ponía:
P - R 29-05-1993.
Y claro, viendo eso, y sabiendo de donde vienen estos autobuses, no pude evitar imaginarme la escena. Imaginé a Penny y a Robert encontrándose en esos mismos asientos una calurosa mañana de mayo. Seguro que a Robert le encantaba la forma en que Penny se colocaba su pelirrojo cabello detrás de la oreja. O la manera en que el sol de la mañana brillaba en su aparato dental cada vez que ella le sonreía al verle subir al autobús. Debió ocurrir en algún pueblo de Ohio, o quizá de Missouri. Seguro que se cogieron de la mano aquella mañana. Y seguro que escribieron sus iniciales y marcaron aquella fecha debajo de la ventanilla junto a la que yo iba sentado porque fue ese el momento en que supieron que estarían juntos para siempre.
La razón de mi viaje a La Ceiba ese día era conseguir unos pósters para decorar mi habitación, que tengo los típicos cuadros marineros que no me convencen lo más mínimo. Ni en papelerías ni en supermercados encontré nada. Pero fue justo cuando ya me volvía dando la misión por imposible, cuando encontré un videoclub que tenía la entrada empapelada con carteles de películas. Me costó un poco convencer a la dueña de que me vendiera algunos, pero al final lo conseguí. Así que el mundo puede respirar tranquilo: ya no duermo bajo el dibujo desgastado de un barco velero, sino bajo un cartel de Scott Pilgrim contra el mundo, que fue lo mejor que encontré. Habría que chequearlo, pero es más que probable que en esa película también aparezca uno de esos autobuses escolares amarillos.