Ahí estábamos la minutadora y yo, en el arcén de una carretera hondureña, luchando contra otro equipo por llegar antes que ellos a La Ceiba sin poder utilizar dinero. Tras barajar la posibilidad de subir a un autobús escolar y racanear el billete, optamos por recurrir al pulgar para ver si algún conductor se apiadaba de nosotros.
Hay un factor que facilita bastante el mundo del auto stop en las carreteras americanas: la abundancia de pick ups Las pick ups son las clásicas camionetas que disponen de una zona de carga descubierta en la parte de atrás, de tal forma que el autoestopista puede subirse ahí como si fuera una vaca o una bala de paja. Y todos salen ganando: tú puedes escapar fácilmente si resulta que el conductor es Leatherface y pretende cortarte en pedacitos con una sierra eléctrica, y el conductor no tiene que dar conversación a un extraño ni va a recibir quejas por estar fumando o tener sintonizada la emisora de los predicadores (que hay bastantes, por cierto).
Fue sacar el pulgar y, al segundo, una pick up en el arcén. Metido en mi papel de concursante de Pekín Express comencé a explicarme con señas, pero enseguida me di cuenta que esto no era Vietnam y que el conductor y nosotros compartíamos idioma. “¡Son de la madre patria!” nos dijo él en cuanto reconoció nuestro acento, una forma muy común de referirse a España en todo latinoamérica. Le dijimos entonces que nos dirigíamos a La Ceiba, sin entrar en pormenores del concurso ficticio que nos traíamos entre manos. Él nos dejó subir a su camioneta aunque nos avisó que sólo llegaría hasta Corozal, un pueblo costero que está a medio camino de La Ceiba. Mejor eso que nada. Sobre todo porque el otro guionista y el de archivo ya estaban en el arcén con unos siete pulgares fuera y cuatro pares de brazos agitándose en el aire. No extendían la pierna y se subían la media para enseñar pantorilla porque no llevaban, que si no…
Subimos a la camioneta, di los clásicos dos golpes contra la carrocería, y el conductor pisó el acelerador levantando una nube de polvo que hizo que perdiéramos de vista al equipo rival. Viajar en una pick up es la mejor forma de sentir la carretera. Con el aire golpeándote la cara, los oídos ensordecidos por el viento y teniéndote que agarrar donde sea a cada mínimo bache para no salir volando, cualquier pequeño trayecto se convierte en toda una aventura.
La minutadora y yo íbamos comentando a gritos el plan a seguir una vez llegáramos a Corozal. Digo la minutadora porque, por eliminación, tenía que ser ella, aunque en esos momentos pareciera un ser sin rostro engullido por su propia melena, convertida en una maraña de cabello agitándose a lo loco. Mientras yo hablaba a gritos con Chewaka, un coche nos adelantó. De una de las ventanillas traseras emergió de repente un guionista, como los payasos esos que salen de sopetón de una caja con manivela: “¡os vemos en el mall!”, nos gritó con retintín.
Así que llegamos a Corozal como últimos de la carrera. Si de verdad estuviéramos en Pekín Express era el momento perfecto para que mi pareja y yo nos enfadáramos, tiráramos las mochilas al suelo, y las pateáramos amenazando con abandonar el concurso. Pero nada de eso. Agradecimos el viaje al conductor de la pick up y volvimos a salir a la carretera en busca de otro medio de transporte. Friéndonos bajo un sol tropical que calentaba a mala idea, la minutadora y yo debatíamos cuál será el calor máximo que es capaz de aguantar el cuerpo humano.
Y mientras inventábamos teorías sobre si el agua de las células podría llegar a entrar en ebullición, un taxi paró a junto a nosotros. Un taxi ocupado ya por cinco personas: el conductor y cuatro pasajeros. Le explicamos al taxista que no íbamos a poder pagarle el servicio, a lo que él contestó: “bueno, tampoco voy a llevaros en un asiento”. Durante unos segundos nos imaginé a mi compañera y a mí sentados en el techo de aquel coche, pero entonces el taxista salió y nos abrió el maletero. Ella y yo nos miramos, nos encogimos de hombros, y para allá que fuimos. Era un maletero bastante amplio, así que con unas cuantas torsiones de las articulaciones logramos encajar como piezas de Tetris.
Fue en este taxi ocupado por siete personas en el que llegamos a nuestro destino. Y lo hicimos mirando como locos por las ventanillas exclamando: “¿dónde está la bandera?”, “¡no veo la bandera!”, “¡ahí está Raquel!”. Como procede en un final de etapa. En cuanto el taxista nos abrió de nuevo el maletero salimos corriendo en dirección a la entrada del mall.
Pisamos una alfombra roja imaginaria con el logo de Pekín Express como está mandado: de la mano, y saltando los dos a la vez para pisarla. A falta de libro de rojo en el que firmar y sin una Raquel Sánchez Silva que nos recibiera y nos diera la enhorabuena por haber completado la etapa, nos abrazamos entre nosotros, y listo.
Aunque aún estaba por desvelar la gran incógnita: ¿quién conseguiría el amuleto por haber llegado primero? Desde que nos adelantaran cuando íbamos en la pick up no habíamos vuelto a ver a nuestros rivales, así que la cosa pintaba mal. Tras mirar durante algunos minutos a nuestro alrededor, el guionista y el archivador salieron del mall sorbiendo con sendas pajitas los jugos de mango que se habían pedido en el Super Jugos (un establecimiento de zumos naturales quequitaelsentío).
Nos miraron por encima del hombro haciendo slurp slurp con sus pajitas y tuvimos que aceptar lo ocurrido: habíamos perdido la carrera. El Superviviente 19 y su pareja quedaban eliminados de La Ceiba Express. Momento de coger las mochilas, despedirnos de Raquel, y que alguien pusiera un vídeo con los mejores momentos de nuestro paso por la primera edición de La Ceiba Express…
Pero como no hay nada mejor para olvidar las penas que gastar un poquito de dinero, procedimos a cumplir el objetivo por el que estábamos en el mall hacer la compra. Esta compra:
Ahora sólo nos queda presentarnos al casting de la segunda edición. ¿Tegucigalpa Express?