El jueves despedimos la trepidante gala con una imagen del todo desapacible. La de los concursantes, enfundados en sus chubasqueros, haciendo frente a la llegada de un temporal. Y claro, si a ellos les llueve, a nosotros también. Bueno, no a todos: les llueve a mis compañeros que trabajan en los cayos. Los que trabajamos en Corn Island siempre tenemos el techo del hotel para resguardarnos. Esto es lo que vemos desde ese techo cuando llueve:
De momento, además, a las Islas del Maíz no han llegado esas lluvias torrenciales tan apabullantes que tienen en alerta a medio Nicaragua. Y digo de momento porque desde la ventana de mi cuarto tengo ahora mismo una vista nocturna impresionante: la luna llena, el mar blanco y, al fondo, una tormenta eléctrica que ilumina el cielo y me permite ver la silueta de Little Corn Island. Lo mismo mañana el temporal está aquí.
Según Ike, que es el dueño de las casas donde me alojo, los temporales no nos azotan con tanta fuerza porque nuestra isla está cuatro grados al sur de la zona de huracanes. No sé qué significan exactamente esos cuatro grados, pero benditos sean. Gracias a esos cuatro grados de latitud o de longitud, lo mismo me da, hoy ha hecho un día de sol radiante en Corn Island. Tanto, que he descuidado la crema y nuestras queridas leyes del factor de protección solar durante un sólo trayecto en bici, y tengo una bonita camiseta blanca tatuada en mi cuerpo. Tenía que pasar.
Cayos Perlas, donde están los concursantes, José Manuel Parada y su calzoncillo verde, es un archipiélago que está a unos 60 km. de Corn Island. Por eso el clima puede ser tan diferente. He diseñado un mapa para que se entienda, con un golpe de vista, las posiciones geográficas que ocupamos los concursantes y yo:
Los redactores, cámaras, sonidistas, y demás equipo que trabaja allí, se desplazan todos los días en helicóptero. Que es una cosa que tendré que hacer antes de irme porque yo no me voy de aquí sin subir a ese aparato para sentirme como Aníbal del Equipo A, como Rambo o, más de andar por casa, como Ismael Beiro cuando ganó el primer Gran Hermano.
Lo más cerca que he estado de momento ha sido en la pista de aterrizaje, que es un lugar de paseo aquí en la isla. Resulta que, cuando no está previsto que se use para la llegada o salida de aviones, la pista se abre el público y se convierte en lugar de paso para todos. Los niños corren, el que lleva el carrito de los helados empuja sus cornetes por allí, la gente cruza de un lado a otro tranquilamente, los que van en bici aprovechan el atajo que supone entre el norte y el sur de la isla… y los trabajadores de Supervivientes aprovechamos para jugar a los controladores aéreos con dos hojas de palma. Porque es que una ocasión así hay que aprovecharla. Que no me veo yo en las pistas de Barajas o El Prat andando tranquilamente en chanclas mientras aterrizan y despegan vuelos transatlánticos.
Cuando decidimos adquirir roles aeroportuarios en nuestra fantasía aérea, uno de nosotros se pidió ser maletero. El resto le miramos anonadados. “Has elegido la profesión menos guay de todas”, le dijimos. Pero él aseguró que a él le gustaba. Yo sigo pensando que lo más divertido en una pista de aterrizaje debe ser eso de hacer señas a los pilotos con dos conos fluorescentes y unos cascos molones en las orejas para que no te exploten los tímpanos.
Por cierto que tenemos en la isla un avión estrellado que debe llevar mucho tiempo aquí porque tiene hasta vegetación por encima. Vale que no es el de ‘La guerra de los mundos’, pero a mí me encanta verlo cada vez que paso. Me gusta pensar que el piloto se equivocó de horario, se encontró la pista abierta al público, y prefirió sacrificar su vida antes que arrollar al hombre del carrito de los helados y dejar sin polos a toda la chiquillada. A eso lo llamaría yo un héroe. Pero bueno, ya un compañero me quitó toda la ilusión cuando me dijo: “¿pero no ves que está perfectamente aparcado? Eso no es un avión estrellado, es un avión abandonado”. Yo me sigo quedando con la historia de los helados.
O, como mucho, alguna historia de tempestades. Porque como decía al principio, de momento no tenemos encima el temporal que hace sufrir a los concursantes, pero lluvias hemos tenido un rato. Aquí las lluvias llegan de repente. En un momento estás feliz en tu toalla, muerto de calor (pensando en qué te da más pereza: si ir a bañarte o ir a pedir un agua), y al instante siguiente el universo confabula para evitarte tomar la decisión porque te baña sin moverte de la toalla. No es una exageración. De un minuto a otro el cielo se cubre y el agua cae como si no hubiera un mañana. Además desafía todas las leyes de la física porque, como a veces cae en horizontal, tú estás tan contento bajo un techo y resulta que te mojas más que los concursantes en su cabaña.
Pero bueno, como el agua es caliente, el clima cálido, y como estamos aquí con el chip aventurero insertado en el cerebro, disfrutamos de estas lluvias como de todo lo que tiene que ofrecernos esta isla. A una chica que trabaja en producción y a mí, nos pilló una noche una de estas trombas de agua mientras charlábamos sentados a la orilla del mar. Mi impulso inicial fue levantarme y correr bajo un techo. Pero ella dijo: “vamos a vivir la lluvia”. Y así lo hicimos: nos quedamos hablando como si tal cosa con esa cortina de líquido caliente cayéndonos encima. Se lo recomiendo a todo el mundo.