Tanto Superviviente 19 que me hago llamar, y todavía no había pisado la isla de los concursantes. Habráse visto semejante morro. Pero tranquilos todos, la tremenda carencia ha sido ya subsanada. El pasado viernes éste que escribe pisó Wild Cane Cay, el cayo en el que aún luchan por la victoria Trapote, María José, Parri, Deborah, Malena y Sonia Arenas Beach.
Cuando salté de la panga y mis pies se hundieron en la misma arena de playa en la que se tumban los concursantes, casi sentí la necesidad de arrodillarme para besar el suelo, como hace el Papa, y después salir corriendo en dirección a la cabaña, plantarme junto al fuego, y ponerme a maquinar estrategias diciéndole a Parri "yo también quiero estar en la final". Pero claro, no pude hacer nada de eso. Los traslados del equipo a la isla de los concursantes tienen que ser sobrios, discretos e impersonales. Además la barca encalla a bastante distancia del campamento de los concursantes. Ni se dieron cuenta de que llegábamos.
Así que simplemente contuve las ganas de involucrarme, agarré una bolsa con comida para los redactores, y me dirigí hacia la caseta del equipo como si tal cosa. Un pequeño demonio apareció en mi hombro derecho con el sonido de un chispazo y me dijo: "pues vaya superviviente 19. Viviendo tranquilamente en Corn Island. Con comida, techo e internet de banda ancha. Parada sí que fue el Superviviente 19. O Malena, o Sonia. Tú eres un fraude". La tortura psicológica del bichejo rojo continuó hasta que un angelito amable apareció en mi otro hombro acompañado por un sonido de arpa y me dijo: "sólo tú eres el Superviviente 19. Tú llegaste antes. Parada, Malena y Sonia son los supervivientes 20, 21 y 22". Por supuesto, decidí quedarme con la versión del angelito. Qué respiro.
Pero empecemos por el principio. ¿Qué demonios ("tú eres un fraude...") hacía yo en la isla de los concursantes? Pues a ver. Como ya sabrán los seguidores del blog, gran parte del equipo que hacemos el programa trabajamos exclusivamente en Corn Island. Cayos Perlas nos queda a veinte minutos en helicóptero. Que no sale barato y rara vez puede transportar a gente que no vaya por motivos de trabajo. Por eso hay que aprovechar las ocasiones en que pueda haber una plaza libre en el helicóptero para ir de visita a ese otro mundo. Y a mí me tocó el pasado viernes.
Anda que no iba yo contento caminando por la pista del aeropuerto con la imagen del helicóptero militar al fondo. Automáticamente, el discurrir del tiempo se ralentizó. Me imaginé caminando a cámara lenta, el sol pegándome en la cara, y gotas de sudor resbalando por mi cara. A mis espaldas, una muchedumbre emocionada asistía al inicio de mi arriesgado viaje. Sobre los hombros de sus padres, los niños me miraban y pensaban "de mayor quiero ser como él". Una chica agarraba la alambrada con la mano, acercaba su rostro al metal y susurraba: "que tengas suerte, estaré esperándote". Y mi madre, en algún lugar, se enjugaba las lágrimas con un pañuelo blanco, orgullosa pero temerosa del destino de su hijo.
Cuando llegué a la escalerilla, escoltada por tres hombres vestidos de camuflaje, pensé en llevarme la mano a la frente, cuadrarme y decir: "ánimo señores, esta guerra es nuestra". Pero cuando abrí la boca, mis palabras fueron otras: "¿puedo hacer una foto?". Entonces todo volvió a la normalidad. Miré hacia atrás y no había muchedumbre, ni niños admirados, ni chica en la verja. Y mi madre estaría en casa preparando unas lentejas viendo 'Sálvame' (o El Canal de las Estrellas, que desde que tenemos digital está enganchada al canal principal de su México natal).
"Las fotos quedan más bonitas cuando llegamos al cayo", me dijo uno de los militares. Decidí hacerle caso, no llegué a sacar la cámara, y subí al helicóptero. Sólo faltaba una jaula de gallinas y un paracaidista temeroso diciendo que no saltaba para sentirme en un episodio de ‘El equipo A’.
Fue entonces cuando caí en un dato que, sorprendentemente, no había pensado hasta ese momento. ¡Estaba en el mismo helicóptero desde el que Consuelo Berlanga se había lanzado al vacío! Por supuesto, me puse uno de esos chalecos salvavidas y me asomé a la puerta por la que saltan (ahora mismo no sé si es una puerta o un simple agujero, porque nunca la vi cerrada) mientras sobrevolábamos el Mar Caribe.
Uno de los militares me observaba desde un ojo de buey en la puerta de la cabina. Y seguro que pensó: “pff, turistas”. Pero bueno, ahí estaba yo, con medio cuerpo asomado al vacío, la camiseta inflada haciéndome parecer King Africa, la matraca de la hélice taladrándome el oído, y poniéndome en la piel de tantos y tantos concursantes que han convertido el salto del helicóptero en uno de los momentos álgidos de cada edición. Y debo decir que la altura impresiona. Aunque miedo no me dio. De hecho hasta me tentó la idea de dar un pasito y dejarme caer cual Trapote a merced del viento. Pero claro, tenía la cámara en la mano y no me venía nada bien. Otro día.
Mientras sobrevolábamos Cayos Perlas, con la cara estirada hacia atrás por la fuerza del aire, un manto azul a mis pies, y un montón de islitas verdes desperdigadas por ahí, recreé en mi cabeza la banda sonora de ‘Piratas del Caribe’ y me sentí protagonista de una peli de aventuras en toda regla. Por eso le dije al loro que apareció de repente en mi hombro: “este es uno de los mejores momentos de esta aventura en Nicaragua. Ahora, a por los doblones”.
El helicóptero aterrizó, como hace siempre que traslada al equipo, en un cayo diminuto, poco más que cuatro palmeras y una pista de arena. He visto a niños jugar en cajones de arena más grandes que el Cayo Helipuerto. Y comprobé que los militares tenían razón: las fotos quedan mejor en el cayo.
Con una mano en la frente para hacerme sombra en los ojos, miré hacia el horizonte. Allí estaba la silueta de Wild Cane Cay. La aventura no había hecho más que comenzar.
Continuará...