El Superviviente 19 en la isla de los concursantes: La Trilogía. (Parte II)
A cinco minutos en barca del cajón de arena en el que aterriza el helicóptero está Lime Cay. Allí están el campamento base del equipo, el plató, y el control de realización. En turnos de tres días, éste es el hogar de cámaras, redactores, técnicos, gente de producción... Los jueves además se convierte en una vorágine de gente porque aquí transcurre toda la gala.
Mi primera visita: el refugio. Lugar sagrado de nominaciones, expulsiones, llantos, alegrías y un montón de antorchas. Entrar por esa puerta enrejada que atraviesan cada semana los concursantes es como entrar en un parque de atracciones. En Supervivientes Land. Casi creo que se podría instalar un stand de algodón de azúcar y regalar un mapa con las diferentes zonas y atracciones: “¿a dónde voy primero? ¿A apagar el pebetero que apagan cuando son expulsados? ¿A nominar? ¡Anda, pero si ahí esta el horno donde hicieron la prueba de acercarles al fuego! Mmm, me comería ahora mismo un gofre o una manzana bañada en caramelo...”.
El lugar estrella del refugio es el altar de nominaciones. No creo que nadie de los que han pasado por aquí se haya resistido a la tentación de acercarse a esa pizarra tan televisiva para escribir algún nombre e imaginarse explicando a Jesús Vázquez las razones de la nominación. Casi todo el equipo tiene en la tarjeta de memoria de su cámara la misma foto: sujetando la pizarra y, dentro, escrito el nombre de papá, mámá, el novio, la novia, el perro o “a todos mis amigos de Facebook”. Yo opté por la autopromoción y los ojos rojos:
Después, consultando el mapa del parque temático, puedes llegar desde Nomination Village hasta Mundo Expulsión, el punto exacto en el que semana tras semana los nominados han hecho frente a la decisión del público. El guionista que me acompañaba (el de las chanclas robadas y la invasión de hormigas voladoras) y yo nos colocamos en el lugar como si fuéramos concursantes. Nos dimos la mano e imaginamos que esperábamos el juicio del público. Que pena que Eva González no anduviera por ahí para conectar con Madrid y hacernos escuchar: “la audiencia ha decidido que el decimotercer expulsado de Supervivientes sea...”. Pero nosotros nos lo imaginamos igual. El guionista saltó de alegría por haberse salvado y yo bajé la cabeza. Después nos abrazamos, me despedí del resto de concursantes ficticios, y salí por la puerta grande preguntándome cómo me había crecido tanta barba. ¡Qué divertido es Supervivientes Land!
Al salir del refugio decidimos ir a la costa a dar una vuelta por toda la isla, empezando por la playa que recorre Eva González en muchas de sus conexiones durante la gala de los jueves. De camino, me encontré con McCoy, ese hombre fascinante de sesenta años que les dio unas lecciones de pesca a los concursantes la semana pasada. Llevaba un teléfono fijo en la mano y se dirigía también a la playa. Lógicamente, le tuve que preguntar a dónde iba. “A llamar a la palmera”, me contestó. Debió ver cómo se me levantaban las cejas sin entender, porque enseguida enriqueció la explicación: “allí es el único punto del cayo con señal”. Tal cual: McCoy llegó a la palmera-cabina, enchufó el teléfono a una conexión instalada en el tronco del árbol, e hizo la llamada rodeado de algunos familiares excitados. Y nosotros quejándonos porque en los túneles de la M-30 se nos va una raya de cobertura.
El control de realización también anda por ahí, y resulta del todo fascinante ver tal despliegue de cables, monitores y mesas de mezclas en un cayo del tamaño de una lenteja perdido en el Mar Caribe. El por qué McCoy tiene que llevarse el teléfono a una palmera, y nosotros somos capaces de enviar la señal televisiva en directo a Madrid es un interrogante para el que no tengo respuesta. Se unirá al montón de grandes cuestiones de la humanidad como: “¿por qué en invierno ponemos la calefacción para que haga en casa el calor que hace en verano cuando ponemos el aire acondicionado?”. He aquí una imagen del lugar donde se obra el milagro:
Estaba yo jugando todavía a ponerme los auriculares y creerme un aguerrido realizador gritando “pínchame el uno, pínchame el dos, primer plano, ¡primer plano!, ¡no oigo!”, cuando una compañera de producción nos informó de que una panga salía en dirección a Wild Cane Cay. El motivo: llevar la comida al equipo de redacción. Creo que los auriculares se quedaron flotando un rato en el aire antes de caer al suelo. Cuando lo hicieron, yo ya estaba en la barca hacía cinco minutos. Y con el chubasquero amarillo puesto.
De nuevo la imaginación hizo de las suyas y toda la tecnología que Magnolia ha traído hasta Lime Cay dejó de existir. Yo era un náufrago de un gran carguero y, al fondo, en ese cayo que se adivinaba en el horizonte, estaba mi única salvación. El mar rugía y el cielo amenazaba lluvia, así que me enfrentaba a una lucha por la vida en contra de los elementos. Bueno, más o menos. Porque entonces el panguero encendió el motor Yamaha de la barca y me planté cómodamente en la isla de los concursantes en diez minutos. Y no en las cuatro horas que hubiera tardado a nado o flotando sobre una madera del carguero de mis fantasías.
La barca de producción llega a un extremo de la playa donde están los concursantes, más allá del límite que ellos tienen prohibido traspasar. Como mucho, ven a lo lejos al equipo cambiar de turno o transportar material. Esa mañana en que yo llegué, disfrazado del malo de ‘Sé lo que hicistéis el último verano’, la amenaza de lluvia se había cumplido y en la playa no había ni rastro de anónimos o famosos. Lo dicho, ni nos vieron llegar. Yo, en calidad de visitante, sólo podía ir hasta la caseta técnica. Más allá sólo acceden redactores, cámaras e inspectores de playa.
A escasos metros de donde yo me encontraba, acontecía en ese momento el reality más ambicioso de la televisión española. La cosa no podía ponerse más emocionante.
Continuará...