Me encontraba en Wild Cane Cay. A escasos metros de mí, María José estaría avivando el fuego, Parri abriendo un coco, Debbie repartiéndolo, Trapote bailando y Malena y Sonia cantando una canción. Agazapado bajo la lona que cubre la caseta del equipo, pude ir charlando con mis compañeros a medida que venían para comer, cosa que tienen que hacer escalonadamente para no dejar desatendidos ni un segundo a los concursantes. Ya en alguna ocasión he dicho que quienes trabajan en el cayo me parecen héroes, y ese día lo reconfirmé. Cámaras y redactores se enfrentan, igual que los propios concursantes, a las lluvias, los bichos, el calor y, por cómo recibieron la comida que les llevábamos, también un poco al hambre. Yo aproveché el momento en que todos habían comido y dejaron la caseta vacía, para avanzar por un pequeño sendero que me llevaba hasta un saliente de la playa, tapado por una palmera.
A mis espaldas tenía una isla desierta (a los concursantes y el equipo del programa los erradiqué durante unos segundos de la superficie de la tierra). Frente a mí, un mar inmenso y pequeños trozos de tierra flotando en él. La lluvia hacía que todo pareciera más arriesgado y desapacible. Me quité la capucha. Los restos del carguero en el que había naufragado volvieron a dibujarse en medio del mar. Ya apenas sobresalía una parte de la proa. Pensé en recoger un montón de conchas y escribir la palabra ‘Socorro’ en la arena de la playa. En atar mi camiseta a un palo y ondear una bandera. En encender un fuego e irlo tapando para que el parpadeo de la luz escribiera SOS en código Morse. Pero entonces escuché un walkie: “panga preparada para regresar a Lime Cay”.
Y para allá que volví, empapándome con el agua de la lluvia y con la que levantaba la barca en cada golpe contra las olas. En algún momento del viaje de vuelta, giré el cuello y miré de nuevo hacia el cayo de los concursantes. Algo estaba ocurriendo en la playa. Mi compañero minutador lo estaría viendo una hora después. Los editores lo montarían un poco más tarde. Y al día siguiente esas imágenes ya formarían parte del resumen diario emitido en Madrid. Volví a alucinar con el complejo entramado del programa del que formo parte.
Minutos después disfrutaba de unos buenos espaguetis en el porche de la casa donde hace noche el equipo. Esto es lo que se ve desde allí, el mismo muelle en el que ayer Eva, en bikini, conectó por primera vez con Madrid:
Curiosamente, sentado a la mesa en dirección al mar, lo que veía al fondo era, precisamente, Wild Cane Cay. Más allá de mi mesa llena de víveres, los seis concursantes se alimentaban a base de bígaros y pescado con arena. Sorbí uno de los espaguetis lentamente, casi sintiéndome culpable. Como si, desde su playa, los concursantes me estuvieran viendo darme el atracón. Sólo se me ocurrió una cosa: dedicar un bocado a cada concursante. “Éste por Trapote, este por Debbie, este por Parri...”. Y vale, lo confieso: dediqué un bocado de más a mi concursante favorita (¡estoy dando pistas!), que aún sigue en el concurso.
Después de comer apareció por allí McCoy. ¿Y qué haría cualquier persona normal si se encuentra a McCoy un un lugar con palmeras? ¡Pues pedirle que te enseñe a treparlas y a abrir un coco! Lo primero no pudo ser porque por lo visto la lluvia empapa los troncos y dificulta mucho la labor. Pero cuando le pedí lo segundo, me colocó el machete en una mano y el coco en la otra. Media hora después, conseguí abrirlo. Echamos la tarde comiendo trozos de coco mientras me repetía de carrerilla el nombre de sus quince hijos (diez de sangre, cinco adoptados) y mientras él echaba un ojo a una revista Cuore que apareció por allí. “Estas chichas son de fábrica”, es la frase que más repitió mientras señalaba el pecho de muchas de nuestras famosas.
Estábamos él y yo comentando el top less de Carmen Lomana, cuando una de mis compañeras de producción nos dijo que en breve salía otra barca hacia Buttonwood Cay, el cayo en el que empezó el concurso, y en el que vuelven a estar ahora los concursantes. Aquel fin de semana ya habían comenzado los preparativos para el nuevo traslado que se produjo anoche, así que aproveché la oportunidad de hacer el pack completo. Si algún touroperador me hubiera vendido el viaje, lo podría haber llamado “Supervivientes: la experiencia total”.
En este cayo pude campar a mis anchas porque no había concursantes ni equipo del programa. Toqué los restos del fuego. Me tumbé en la cabaña, que es pequeñísima y agobiante:
Recorrí la isla de una costa a otra: me llevó quince segundos. Pasé el dedo por la muesca que dejó el machete en un tronco cuando Bea La Legionaria lo clavó de un golpe mientras discutía con María José. Y no me puse a chocar piedras para encender un fuego porque el conductor de la barca nos gritó para que volviéramos.
De vuelta a la casa del equipo, asistí a la marcha de los cámaras nocturnos y la llegada de los diurnos. Cenamos todos juntos mientras hablábamos de la final del mundial que acontecería dos días después. Los miembros del equipo que estaban conmigo comenzaban un turno de tres días, así que ellos eran a quienes les había tocado perderse el mundial. Y dos más tendrían que venir para grabar el momento en que María José y Parri verían la final. Para que dos concursantes disfrutaran del momento, otros dos miembros del equipo (para colmo, les tocó a dos de los más futboleros) tuvieron que sacrificar el vivir el momento histórico como lo vivimos todo el equipo en Corn Island. Que no se diga que Supervivientes no cuida a sus concursantes.
La casa donde duerme el equipo dispone de varias habitaciones. Para cuando el número de gente es mayor (los días de gala, o cuando se graba allí un juego), existen también unos barracones con literas. Que fue donde me tocó dormir a mí. Se supone que es la opción de refuerzo, la secundaria, pero, ¿quién quiere dormir en una aburrida cama como todos los días cuando puedes hacerlo en un barracón de contrachapado y techo de lata? Desde luego, si el día había comenzado subido en un helicóptero, no se me ocurría un final más acorde que durmiendo en un barracón.
Cuando me tumbé sobre el colchón, los muelles se quejaron. Y me hubiera gustado que entrara un coronel dando un portazo y me lanzara un paquete enviado a mi nombre, con galletas hechas por mi madre y una carta de amor escrita por alguien al otro lado del océano. También pensé en proponerle a los dos guionistas que dormían conmigo en el barracón que montáramos una timba de póker o nos desafiáramos a extender la mano sobre una mesa e ir clavando un cuchillo en los espacios entre los dedos. Pero no dije nada y cerré los ojos.
En un sólo día me había montado en un helicóptero como el quinto miembro de ‘El equipo A’, había surcado el mar como en ‘Los piratas del Caribe’, había estado en una isla desierta como un protagonista de ‘Perdidos’, había nominado como un concursante de ‘Supervivientes’, me había vestido como el malo de ‘Sé lo que hicistéis el último verano’, me había tumbado en una cabaña hecha de palos como Robinson Crusoe y estaba terminando la jornada como un recluta de ‘La chaqueta metálica’. Iba a ser difícil vivir un día más televisivo y cinematográfico.
Tanto, que antes de caer dormido pensé: “menudo día. Daría para hacer una trilogía”. Y así ha sido: