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Miguel Poveda cantaba bajito, encerrado en su cuarto, mientras escuchaba la radio de su madre. Era hijo de emigrantes, como tantos, lo que en esos años se conocía como un charnego. Vivían en Badalona, muy cerca de Barcelona, como Jorge Javier Vázquez. Nada de lo que hoy somos en Cataluña existiría sin ellos. Es importante no olvidarlo jamás.
Siempre le gustó el flamenco, la copla. Solo le gustaba a él, ninguno de sus colegas entendía esa pasión profunda. Su padre, que en paz descansa, prefería a los Pink Floid hasta que llegaron Lole y Manuel y se metieron en corazones rockeros que no los esperaban.
Fui el sábado a escuchar a Miguel a Fuenlabrada; éramos muchos, muchísimos, todos los que cabíamos en ese emocionante teatro que lleva el nombre de una persona que quise y que jamás he olvidado: Francisco Tomás y Valiente.
El público compró sus entradas y se entregó ya en las taquillas. Se respiraba respeto, casi devoción.
Fue una noche especial, una noche de cante y risas, sonrisas, de aplausos a su garganta y a su cerebro. Miguel estaba suelto, lo dijo él: "No suelo hablar de estas cosas, no sé lo que me está pasando hoy".
Cuando un cantaor se mete en terrenos peliagudos, la gente se lo agradece desde lo más profundo de su descontento. Miguel no utilizó el freno de mano, habló y denunció, con cierto humor, pero dio en el clavo: "No todos los políticos son iguales, no todos, solo el 99'9%".
Se lo están ganando a pulso y ya es casi imposible salir a defenderlos; lo he hecho siempre, sin dejar pasar esa crítica destructiva, generalizada, que tanto daño nos hace; pero son ellos los que no nos lo ponen fácil. Si un cantaor inmenso se mete en esos terrenos y la gente le sigue, tenemos un problema serio y lo tenemos todos.
Miguel Poveda tiene solo 41 años pero no ha perdido ni un instante el tiempo; su oficio es su devoción.
Cuando el padre de Miguel descubrió a Lole y Manuel y se los hacía escuchar, yo estaba viviendo mi primera historia de amor. Él se llamaba Luis, era sevillano, muy amigo de la pareja. A su lado conocí a estos dos monstruos y viví los primeros momentos de la que sería una carrera imparable. Escuché incrédula a Manuel rasgar aquella guitarra y escribir al aire las palabras de las canciones que ahora canta Miguel Poveda con pasión. Lole le seguía a ciegas, le seguía y nos atravesaba a todos con su voz de escalofrío. Fueron noches de Triana, noches de recorrer ese puente sevillano con banderas republicanas, como decía Miguel el Sábado en Fuenlabrada, provocando aplausos sordos que no han muerto nunca.
Miguel tiene en su perfil en el móvil una foto de un bebé que sonríe escuchando música con los ojos cerrados y unos cascos puestos. En su camiseta está escrita esta frase de Nietzsche: "Sin música la vida sería un error". Él lo ha cumplido a rajatabla.
La música en sus manos se siente en terreno seguro, se deja hacer, le da permiso para mezclar, probar, intentar caminos nuevos, sin miedo, con las certezas que dan el oficio y el amor, como lo hacía Enrique Morente, su maestro, su amigo del que nos contó anécdotas y compartió recuerdos en esa noche del Sábado en la que ni él sabía qué le estaba pasando.
Miguel Poveda sabe mucho de mundos con sentimientos difíciles de compartir, de silencios, de miedos, de latidos.
Miguel Poveda llegará un día a la libertad total, como nos cuenta Chaves Nogales que hacía Belmonte, en ese libro imprescindible que escribió sobre el maestro: la libertad, la máxima naturalidad.
Estoy convencida de que abandonará hasta los micrófonos, como ya hace a ratos, y no hará falta que un espectador entregado le pida que baje el sonido, que le escuchamos mejor al natural, con esa voz que modula como le da la gana mientras pega pellizcos al aire para animarse, como dice mi amiga Sue44, y se sienta con los pies juntitos como si fuera a asistir a una obra de teatro en el colegio, el último día del curso.
La radio de su madre: esa es la semilla de tanta grandeza. ¡Gracias señora!
Y ahora... Ahora la vida le ha puesto toda la esperanza por delante.