Al límite sobre dos ruedas
“Mongolismo": enfermedad congénita producida por la triplicación del cromosoma 21, caracterizada por cierto retraso en el desarrollo mental y alteraciones físicas, como labios gruesos, ojos oblicuos y nariz achatada. El mongolismo se conoce también como Síndrome de Down. Esta es la definición que podemos encontrar aún hoy, en un diccionario.
Cuando nuestra guía comenzó a contestar, en un perfecto castellano, las interminables preguntas que todos queríamos averiguar sobre Mongolia, no tuvo que esperar mucho a que llegara la que probablemente más le incomodaba: ¿por qué se conoce como mongolismo a la enfermedad de Síndrome de Down? En el diccionario sigue siendo una realidad, en la vida de Mongolia, en absoluto.
Fue hace dos siglos cuando un médico avanzó una curiosa teoría que les marcaría para siempre. La hipótesis era que “Una cierta tuberculosis podía llegar a romper la barrera de especie, de modo que padres occidentales podían tener hijos orientales o mongólicos, en expresión del doctor Down, por las similitudes faciales de estos individuos con los grupos nómadas del centro de Mongolia.”
No fue hasta 1961 cuando un grupo de científicos propusieron el cambio de denominación al que hoy todos conocemos como Síndrome de Down ya que, decían, los términos “mongol” o “mongolismo” podían resultar ofensivos. Pero tuvo que ser el Delegado de Mongolia en la OMS el que hiciera una petición formal para que en 1965 quedara suspendido el término original. Desconozco si algo parecido ha ocurrido con otros países y enfermedades o síndromes, pero puedo asegurar que los habitantes de Mongolia sienten que se cometió con ellos una injusticia histórica.
Mongolia es un país inmenso. Es un país con una larga historia de defensa de su territorio. Los guerreros mongoles dominaron subidos a sus caballos territorios más amplios que el propio Imperio Romano. Dominaron, pero no dejaron rastros. Dominaron, pero abandonaron sin más esos lugares como llevan haciendo desde hace miles de años como pueblo nómada que son.
Los mongoles necesitan poco para vivir. Sus casas las llevan a cuestas allá donde sus animales encuentran los mejores pastos. Es un pueblo acostumbrado a vivir en los extremos de la naturaleza: el frío más intenso, junto al calor más insoportable.
Los ciclistas que se apuntaron a la carrera de Mongolia, a la Mongolian Bike Challenge, sabían que apostaban fuerte. Eran atletas entrenados para soportar extremos en todos los terrenos, atletas que querían experimentar los límites de sus cuerpos encima de dos ruedas. Fueron 108 deportistas que decidieron tomar la salida en una carrera famosa por su exigencia y su carencia de comodidades.
Cuando uno de estos ciclistas decide participar en las estepas y las montañas mongolas, está obligado a entrenarse a diario, no dejar de hacerlo ni un solo día porque su cuerpo no debe llevarse sorpresas. Alimentarse para la carrera, dormir para la carrera, vivir para esas etapas que le darán la oportunidad de recorrer y conocer una parte del mundo, desconocida en general.
No todos tienen las mismas aspiraciones. Unos, los menos, aspiran a ganar; otros serán felices si logran acabar las largas etapas, otros tan solo pretenden participar y compartir una convivencia muy particular.
Una de las primeras cosas que nos sorprendió a nosotros fue que había participantes de muchas edades. Hombres y mujeres que no temían a su fecha de nacimiento porque conocían los límites de su cuerpo y sabían que si se planteaban la carrera con prudencia, llegarían a disfrutar.
El equipo de “Diario de...” tenía que reflejar todo lo que nos íbamos encontrando desde que aterrizamos en el aeropuerto de Ulan Bataar, la capital de Mongolia. No fuimos a cubrir una carrera ciclista, fuimos a comprobar si, tal como dice la frase de la campaña de “12 meses”: “Sobre ruedas la vida me gusta más”. También allí, a miles de kilómetros de casa, seguía siendo verdad.
Si tuviera que juzgar por la expresión de sus rostros, no dudaría en decir que sí, que es verdad. En todos los momentos, antes y después de las etapas, vi caras de felicidad, de retos conseguidos, de esfuerzos que merecían la pena. Incluso aquellos que quedaban descalificados por emplear más tiempo del que la organización les permitía, 10 horas, seguían queriendo tomar la salida aunque eso no fuera a tener ninguna consecuencia en sus resultados.
Vi caras de felicidad aun sabiendo que sus intestinos habían desertado y les obligaban a tomar las medicinas más potentes contra la diarrea insoportable. Vi sus caras cuando la subida era tan empinada que se bajaban de las bicicletas a pesar de ser ese el peor gesto para un ciclista.
Mongolia les enseñó todo lo que esperaban encontrar fuera y dentro de ellos mismos.
También lo hizo conmigo. Cuando acepté la invitación del organizador de la carrera, Willy Mulonía, para viajar a este país, tengo que reconocer, a toro pasado, que no medí suficientemente la dureza de la aventura. A pesar de haberme advertido del frío que podíamos pasar, no me organicé bien y mis noches fueron auténticos infiernos. Nadie tiene la culpa, solo yo. No dormir, no parar de trabajar, no parar de movernos, de grabar, comer poco, hacer kilómetros con nuestras bicis sin encontrar a la llegada una ducha caliente para recuperar los músculos, hicieron de esta aventura unos días más duros de lo que esperaba. Pero debo decir que solo me paso a mí. Ni mi hermana Clementina, ni mi amiga Montse Raventós, ni nadie de mi equipo, padeció como yo. Ahora que miro hacia atrás, me doy cuenta de que este viaje lleno de esperanza y de ilusión no resultó como esperaba, y aprendo que nuestro cuerpo, nuestra mente, no obedece a nuestras órdenes si hemos abusado de él. Seguramente me fui a Mongolia con la mochila demasiado cargada y pagué por ello un precio muy alto, pero lo doy por bueno cuando veo las imágenes que mis compañeros han logrado tras tantas horas de trabajo.
El reportaje que veremos el próximo lunes es la historia de un viaje especial, nada común. Es el ojo de una cámara que os enseñará todo lo que pudimos aprender y compartir en ese país que está creciendo a marchas forzadas y que guarda en sus entrañas minerales valiosos que lo hacen muy atractivo para el momento que vivimos. Ojalá le dejen crecer sin dañarlo. Ojalá nuestros amigos nómadas no pierdan su generosidad y su sonrisa con la llegada de la modernidad.
Los atletas ya volvieron a casa. Cada uno a su mundo y su trabajo. Todos se llevaron de aquellas estepas el conocimiento de sus límites sobre dos ruedas. No dudéis que volverán a intentarlo. La experiencia extrema engancha. Y nosotros nos llevaremos una lección de vida: lo más difícil empieza a ser posible el día que decides echar a andar, dar un paso detrás de otro.