Acabo de recibir un e-mail de mi amigo Pedro Urigoitia que comparto con vosotros:
El estado de Georgia ejecuta a Troy Davis pese a las dudas sobre su culpabilidad
La corte Suprema de EEUU ha rechazado un recurso de última hora.
Sus últimas palabras: “No fue mi culpa. No tenía pistola. Soy inocente”
Comparto la angustia de mi amigo frente a la irreversibilidad de la pena de muerte; el horror de quitar la vida a un ser humano con la Ley en la mano pero con la incertidumbre sobre su culpabilidad. Para algunas personas esa duda pone en cuestión la propia existencia de la pena de muerte; para mí no ha habido jamás duda: la condeno en todos los casos y sin excepción ninguna.
Sé que será un asunto a debatir y sé que muchos no estaréis de acuerdo con los que pensamos así. No importa, de eso se trata: de sacar argumentos y reflexionar frente a la realidad irreversible de la muerte.
No entiendo dónde ven la eficacia quienes apoyan su existencia. Nunca podré entender la falta de análisis que conlleva el apoyo a la muerte como condena decidida por los jueces. Jamás me cupo en la cabeza que un delito, por muy terrible que sea, deba acabar en el ajusticiamiento de un ser humano.
Cuando en España desapareció la pena de muerte, muchos lo valoramos como un paso adelante en favor de la razón y la justicia. Cuando se consiguió borrar del Código Militar que, en algunos casos aún la contemplaba, fue una conquista importante. Cuando consigamos que la Iglesia Católica la condene sin ningún paliativo, habremos conseguido un importante objetivo: la pena de muerte no debe existir en ningún caso y su aplicación degrada a quienes la practican.
A mí me sigue impresionando que la mitad de la población de USA la considere imprescindible y la apoye abiertamente. La batalla moral por su erradicación es mucho más lenta de lo que siempre esperamos pero casos como el de hoy suelen abrir los ojos a personas que se paran a pensar y comprenden que esa irreversibilidad intrínseca, la hace profundamente injusta.
Troy Davis está muerto, lo han matado y su muerte nos ensucia las manos aunque estemos muy lejos de aquella celda.