La gente me dice estos días que parece mentira que ya haya pasado un año de la muerte de mi padre. A mí no me han pasado rápido estos 12 meses. Quizá me entendáis todos los que habéis pasado por este desgarro: la ausencia es tan intensa, que se siente a diario y eso hace que el tiempo no pase veloz, que el tiempo pase incluso despacio. Lo echas tanto de menos y en tantos momentos te extraña tanto que no te abra la puerta, que los días se hacen sentir, no vuelan.
Hoy os pongo una foto que rescaté gracias al trabajo de mi amiga Sofia Wittert.
Mis hermanos y mi madre valoramos como un tesoro los álbumes de fotos que mi padre fue haciendo durante casi toda su vida. Esos álbumes serían, con toda seguridad, lo primero que salvaríamos de un incendio. Para preservarlos, para poder compartirlos, hemos encargado a Sofía que los digitalice; de ahí que esta fotografía, que era pequeñita y pasaba desapercibida entre tantas joyas en blanco y negro, haya cobrado vida y tenga hoy mucho más sentido del que le di a lo largo de los años. Fui su primera hija. En la foto no tendría más de 3 ó 4 meses y , supongo que las encías debían empezar a molestarme porque me agarraba a sus dedos con fruición. Mi padre siempre nos sentaba en medio de sus piernas cruzadas. Decía que era así como los niños estaban más cómodos y él podía tener las dos manos libres para jugar, para acariciarnos, para achucharnos. Mi padre fue un hombre muy cariñoso, siempre lo fue.
Mi madre aparece por el borde izquierdo de la foto pendiente, vigilante. Las madres casi siempre temen que los hombres no acaben de dominar el control de los bebés; que se les caigan de los brazos y por eso, ellas, vigilan. Ahora, hoy, esta mañana mi madre está ensimismada.
En el desayuno me ha dicho que se había despertado en mitad de la noche “justo a la hora en que todo empezó”. También me ha dicho que un día como ayer “todavía estaba aquí, vivo” Así es: mi padre murió el 29 de Febrero del año pasado. Murió un día que solo existe cada cuatro años. Hasta en eso fue original. El siempre reivindicó la austeridad como forma de vivir. Nos lo inculcó desde pequeños. Supongo que haber vivido la guerra, haber dormido en las trincheras y haber pasado hambre y miles de necesidades, le marcó para siempre. Fue austero hasta para morirse: solo podremos celebrar su muerte con exactitud cada cuatro años.
Hoy echaré mucho en falta a mi hermano Lorenzo. Muchos me preguntáis por él. Muchos le seguís por televisión y muchos le llenáis de piropos por su trabajo y por su carácter. Me sumo a todos los que así pensáis, pero hoy preferiría que no estuviera tan lejos. Preferiría que él y mi cuñada Sagrario Ruiz de Apodaca y mis tres sobrinos Bruno, Nicolás y Alejandro, sus hijos, compartieran con toda la familia la merienda-cena que nos reunirá para compartir el paso del tiempo y recordar aun más a nuestro padre.
Ya sé que es ley de vida y que él está mejor donde está, pero si pudiera echar atrás la máquina del tiempo, pediría que me dejaran volver a morderle la mano como en la fotografía que os pongo; me gustaría que me sostuviera entre sus piernas y que mi madre vigilara para que no le pasara nada a esa niña que acababa de llegar a sus vidas.
P.D. Me ha pedido Ana Bueno, la directora de esta web, que escriba algo sobre el libro que la editorial Espasa va a publicar con los textos que habéis leído en este blog. Lo haré, lo haré otro rato. Hoy el corazón me ha llevado a esta fotografía y he necesitado compartir con todos vosotros un día que, no es ni ayer ni hoy, en que mi padre se fue, decidió volar a otro mundo.