Los papeles que hasta ahora ha tenido (en series, musicales o de secundario en el cine) jamás le habían dejado salir de la lámpara Quizá, por eso, Asier Etxeandía ha inventado este espectáculo que le exige frotar y frotar pero que, por fin, le permite lucirse y sacar el pedazo de genio
Y hablando de genios y de lámparas... Este show precisamente cuenta la historia de un niño vasco, hijo único, algo taciturno que se pasa horas encerrado en su habitación, apretando los ojos y pidiéndole al futuro que le conceda un único deseo: el de ser intérprete. Etxeandía nos invita a viajar al pasado, a revivir su infancia para comprender su presente. Él se convierte en ese chaval de nueve años, el teatro en su cuarto (un rincón mágico bruñido de nostalgia) y nosotros, el público, en esos amigos invisibles a los que les canta para no sentirse solo.
La puesta en escena es austera. Una banda mínima, un pupitre, un espejo de aumento y él. Poco texto, mucha música... Porque El intérprete más que una obra es un concierto y más que un concierto es una fiesta. Encadenada un tema con otro, tanto versiona a Camilo Sesto como a Lou Reed, se arranca con una de la Pantoja o se marca una de Madonna. Y no sólo hace un imponente despliegue de cuerdas vocales... Su registro de gestos, de pasos, de estados de ánimo es abrumador. Se pasa dos horas y media transformándose a palo seco.
Llega un momento en el que el Teatro Apolo se viene abajo, hasta el espectador más tímido termina perdiendo la vergüenza, la gente baila, enloquece y disfruta tanto su momento que ni se percata de que tiene en la butaca de al lado a Mario Casas, a María Barranco, a Goya Toledo, a Penélope Cruz o a Javier Bardem...(Todos a su rollo, encantados de que les dejen ser, al menos por un rato, realmente invisibles...)
Pues eso, que si queréis pasároslo como niños chicos... El intérprete es genial. Al final, la felicidad o mejor dicho los instantes de placer consisten, como dice Etxeandía en medio de la catarsis colectiva, en defender tu sombrero por muy ridículo que sea.