Irina llegó a Lviv desde Kiev en uno de los trenes que trasladan a los refugiados. Estaba embarazada, a punto de parir y la llevaron al Hospital Materno-Infantil de esta ciudad (un hospital como el que acaban de bombardear a sangre fría en Mariúpol) para atenderla en cuanto empezara con el trabajo de parto. Todo iba bien. Lviv no está tan amenazada como otras ciudades ucranianas y podría tener su parto en un entorno sanitario digno y rodeada de cuidados.
Sus contracciones indicaban que el bebé estaba por llegar. Le habían puesto la anestesia epidural cuando comenzó a sonar la alarma que anuncia el peligro. Esa alarma que obliga a todos a acudir a un refugio subterráneo y esperar. Esperar que pase lo que tenga que pasar. Pero esperar a salvo. Así, con la anestesia puesta, la dilatación aumentando y el bebé pujando para salir, completamente desnuda y expuesta, Irina tuvo que bajar al sótano del hospital y retrasar su parto más de media hora.
No fue más que una alarma, por eso Irina puede contarme esta historia con su bebé en brazos, que pude también acunar un ratito. Un verdadero milagro de amor en medio de tanta muerte y angustia.
Como Irina hay muchas. La mayoría son madres primerizas, con el miedo que implica el primer embarazo, el primer bebé, y lo tienen que vivir en este contexto.
Esta maternidad está recibiendo a todas las mujeres que están siendo evacuadas por los corredores humanitarios desde las zonas más complicadas. En este momento hay 56 mujeres.
Parte de las donaciones que estamos recolectando a través de PayPal en mis redes sociales irán destinadas a este hospital que teme ser un próximo objetivo del ejército ruso.
Mis respetos y admiración para todas estas mujeres, médicas, enfermeras, madres, que pudiendo abandonar el país deciden quedarse en la tierra que las vio nacer, resistiendo, y dándonos un ejemplo de lucha a todo el mundo entero. Ellas: las verdaderas heroínas.