En el camino hacia mi lugar de trabajo, en la Antártida, he de hacer unos días de escala y espera en la ciudad de Punta Arenas. Son ya muchos los años que he pasado por aquí y le he cogido un cariño especial a esta ciudad que, no sé muy bien porqué, llaman la perla de Magallanes. El núcleo urbano se encuentra a orillas de mítico estrecho, está abatido por los vientos constantes de la región y tuvo un pasado de esplendor cuando emplear dicho paso suponía la mejor de las maneras para cruzar del Atlántico al Pacífico sin exponerse al temible oleaje del cabo de Hornos.
Fueron muchos los inmigrantes europeos que se establecieron en la ciudad y formaron grandes fortunas con negocios pioneros. Prueba de ello son los edificios señoriales que salpican el centro de la ciudad recordando un pasado de esplendor. Actualmente es una de las principales puertas de entrada a la Antártida, sobre todo a la región de la Península Antártica que se encuentra a menos de mil kilómetros en línea recta.
Punta Arenas ha sido siempre tierra de exploradores y marineros. El estrecho al que se asoma lleva el nombre de uno de los exploradores marinos más importantes, Fernando de Magallanes, aquel que inicio una vuelta al mundo en el siglo XVI y que fue terminada por Juan Sebastián Elcano tres años después. También el mismo que descubrió el paso que une ambos océanos.
De reciente inauguración, un museo con la reconstrucción de la embarcación en que Magallanes navegó, se encuentra cerca de la ciudad. El museo lleva el nombre de dicho barco, la nao Victoria, y hacia él me dirigí una tarde de viento y lluvia, el más típico de los tiempos patagónicos.
*Imagen: el nao Victoria, fotografiado en el museo de la Antártida que lleva su nombre
En el museo encontré más sorpresas aparte de la nao. Otras embarcaciones que por aun motivo u otro tuvieron importancia en estas aguas. Para mí lo más emocionante fue subirme al buque Beagle, donde Darwin montó a bordo bajo el mando de uno de mis héroes, el capitán de origen escocés Robert Fitz Roy. Durante el viaje, las experiencias de Darwin le sirvieron para más tarde desarrollar su teoría sobre la evolución de las especies.
Otro barco mucho más modesto en cuanto a dimensiones, pero con una historia también heroica, se encontraba en el museo: el mítico James Caird. Una embarcación de seis metros de eslora que navegó desde Isla Elefante hasta Georgia del Sur con Ernest Shackelton y cinco tripulantes a bordo para pedir auxilio en su fatídica expedición del Endurance (expedición Transantártica Imperial 1914-1917).
*Imagen: el James Caird, que navegó en 15 días cerca de 3.000 km con pocos recursos
Gracias a dicha navegación lograron organizar un rescate y salvar a toda la tripulación sana y salva que había quedado en Isla Elefante. La pequeñez y aparente fragilidad del barco te ponen la piel de gallina cuando imaginas el viaje de 15 días y cerca de mil trescientos kilómetros con pocos víveres y escasos instrumentos de navegación adecuados.
La nao Victoria también encoge el alma. Por sus formas rotundas sacadas de otra época y por la sensación que genera al imaginar, cuando uno se interna en sus claustrofóbicas cubiertas, que ahí viajaban cientos de personas durmiendo por turnos en espacios increíblemente pequeños. Con ella se adentraron en un mundo desconocido, encontraron el paso que comunicaba un mar con otro y que pasó a la posteridad con el nombre de su capitán.
*Imagen: el famoso Beagle, el barco con el que Darwin dio la vuelta al mundo
Bajo la incesante lluvia patagónica y calado como una sopa terminé mi visita del museo y me encaminé hacia el hotel, a la espera de mi vuelo que, de un día para otro, debería llevarme cómodamente hasta el continente antártico.