Esta campaña antártica es la primera de las nueve que llevo en que vuelvo a casa durante un tiempo en mitad de la misma para retornar luego en apenas un mes. Es por eso que he vuelto a cruzar el canal de Drake para llegar hasta el continente americano y, desde ahí, volar a España. Lo bueno es que, esta vez, el cruce ha sido en avión, con lo que los cuatro días que se tarda en barco en cruzar esa porción de mar siempre agitado se han convertido en apenas dos horas de tranquilo vuelo.
El pequeño aeropuerto del que entran y salen los aviones durante el verano austral con dirección a la ciudad de Punta Arenas, Chile, es el que se encuentra en la isla de Rey Jorge, también situada en el archipiélago de las Shetland de Sur.
Para llegar a dicha isla desde la base Juan Carlos I en isla Livingston es preciso hacerlo en barco. Por ello embarqué, junto con otros técnicos e investigadores, a bordo del buque Sarmiento de Gamboa tras la hora de la comida. Pasamos la noche en el barco y por la mañana desembarcamos en Rey Jorge tras recorrer en zódiac cerca de siete millas de bahía prácticamente entera cubierta por témpanos de hielo. Normalmente los buques fondean más cerca de tierra pero debido a todo este hielo hubimos de hacerlo en una posición lejana.
Rey Jorge es la isla de la Antártida posiblemente más humanizada. Ello se debe a su cercanía y su relativamente fácil conexión con América Latina. Posee una pista de aterrizaje no asfaltada en la que, los días de buena visibilidad, es posible aterrizar y despegar. Alrededor de esta y en dirección a la costa numerosas bases se asientan en su cercanía. Países como Rusia, China, Chile u otros poseen en este lugar, en parte libre de hielos, sus estructuras.
No es un lugar especialmente bonito, demasiado humanizado para ser la Antártida, y en él reposan a la espera de ser trasladados al continente numerosas cantidades de basuras o estructuras inservibles. Existe una pequeña red de carreteras también sin asfaltar y en sus arcenes descansan antiguos vehículos oxidados y convertidos en chatarra que desentonan descaradamente con el entorno.
Tras pasar algunas horas en la isla subimos al avión y despegamos elevándonos rápidamente sobre ella. Abandonamos el continente antártico a una velocidad sorprendente, algo a los que no estoy acostumbrado, detrás solo quedaban témpanos de hielo que se observaban como pequeños puntos blancos flotando a la deriva en la inmensidad azul del mar.
Dejaba atrás el continente blanco pero por muy poco tiempo. En menos de un mes estaré de nuevo poniendo el pie en Isla Livingston continuando a ayudar a hacer ciencia en este extremo del mundo.