18 años después: de cómo Groenlandia me convirtió en explorador
Hace casi veinte años, en este muelle polvoriento junto al mar de Groenlandia atestado de contenedores y barcas de pesca, mi vida dio un giro pronunciado y marcó el que sería el destino adonde dirigiría mis pasos laborales y una de mis pasiones: las regiones polares.
En este mismo lugar, donde ahora me encuentro de nuevo dieciocho años después, me hablaron del trabajo de guía en una base científica española en la Antártida y esas palabras se quedaron grabadas a fuego en mi cabeza, pasando a convertirse en mi trabajo soñado.
Yo me hallaba montando las piezas de un kayak de mar sobre el que pasaría los siguientes veinte días junto a un noruego desconocido que no hablaba español (yo, por aquel entonces, tampoco inglés). Era la primera vez que ponía el pie en territorio ártico y al poco supe que no sería la última. Tenía dieciocho años, toda la ilusión que se puede tener a esa edad y ningún conocimiento sobre el mundo del kayak de mar ni de Groenlandia y sus gentes.
Con mi compañero noruego, al que lo único que entendí gracias a sus gestos fue que estaba recién llegado del polo norte donde había tenido congelaciones en sus partes, hice gran amistad pero más aún con el guía quien se convirtió en intimo amigo.
Conocí la cultura inuit, navegué entre icebergs, subí a un glaciar, asusté a un rebaño desproporcionado de caribús y dormí entre pieles de foca en una cabaña de un cazador que regresó de su jornada en mitad de la noche con demasiado alcohol en la sangre y ganas de guerra. Todo eso y mucho más marcó mi destino dejándome claro a qué me quería dedicar en el futuro.
También tuve noticia del trabajo que me ha dado de comer en la última década y conocí a un grupo de gente que ha sido fundamental en mi vida. No sé si se le puede pedir algo más a un viaje. Y todo ello junto al muelle donde ahora paseo y desde el que veo desfilar los témpanos a la deriva y el mismo barco ballenero reconvertido en transporte de pasaje por las frías aguas.
Estos días he vuelto al sur de Groenlandia tras muchos años, el lugar donde todo comenzó. Esta vez vengo a realizar un trabajo diferente donde no acompañaré a turistas sino a artistas.
Cada esquina del paisaje donde me muevo trae a mi cabeza un recuerdo de aquel primer verano en el ártico. Nunca pensé deberle tanto a un sitio. Ahora hace frío y una lluvia fina no deja de caer de un cielo plomizo cubierto por nubes densas y bajas, es el día nacional del país y me encuentro comiendo un trozo de carne de narval con grasa de foca mientras al fuego de una hoguera se cocinan otras exquisiteces groenlandesas.
Me cuesta tragar el pedazo y eso que lo trabajo desde hace media hora tensando todos los músculos de mi mandíbula. Mientras, sonrío y niego con la cabeza cada vez que me invitan a más comida y pienso en la importancia que adquieren algunos lugares en nuestras vidas. Sitios que pueden parecer anodinos por los que desfilamos con ilusión pero ignorantes de las consecuencias que traerán en el futuro. Pequeños lugares que se reconvierten por un instante en el centro de nuestro universo y que sabemos de alguna manera que ya jamás podremos abandonar.