Ya he hablado varias veces de lo peculiares que son a veces mis trabajos. He removido el fango de una laguna glaciar con una espumadera atada a un palo en mitad de la Antártida, he subido con baterías y otros instrumentos extraños a las cimas de montañas polares, incluso he operado un georadar en un enorme trineo impulsado por el viento a treinta kilómetros por hora sobre la llanura helada de Groenlandia. Pero aquello en lo que ahora ando metido es algo que nunca pensé que llevaría a cabo.
Una llamada del artista visual Rubén Martín de Lucas en un día de primavera me sorprendió mientras le preparaba la merienda a mi hija. Me explicó su plan: quería saber si es posible escalar icebergs y, en caso afirmativo, cómo hacerlo.
Mas o menos un mes después me encuentro en Groenlandia, el lugar donde comencé a trabajar en la montaña hace ya dieciocho años, con el propósito de subirme a unos cuantos témpanos de hielo. El porqué de tal acción aún no lo puedo desvelar pues aparecerá resuelto en forma de obra de arte en breve. Acerca del cómo sí que puedo dar algunas pistas.
A bordo de mi packraft (pequeña embarcación hinchable) y con el apoyo de un kayakista en su piragua de mar nos hemos acercado a hielos de todos los tamaños, algunos pequeños como un coche y otros grandes como edificios. En otros casos me han acercado con una barca a motor hasta el hielo flotante y yo, con las botas calzadas con unos crampones y vestido con un traje seco, me he encaramado hasta lo alto del iceberg tras dar titubeantes pasos.
Con mi packraft, en cambio, no era posible usar los crampones pues podría pinchar mi modesto barco y desaparecer este en el fondo del mar quedando yo solitario y a la deriva en el mar oscuro y frío. Pero nada de eso ha pasado. He subido a trece icebergs, en uno de ellos toda la reluciente y compacta masa de hielo crujió al meter en ella un tornillo de hielo. Sobra decir que el crujido me dejó helado.
Rápidamente pedí a la zódiac que viniese a por mí y me sacase de la masa flotante. Otro de ellos comenzó a rugir desde sus entrañas y se animó con un bamboleo que me hizo sudar las manos y temblar las piernas.
Momentos tensos a parte, he disfrutado tremendamente estos días con Rubén y Fernando. Sobre los témpanos brillantes me he sentido capitán de un barco de hielo flotando a la deriva o el efímero rey de un pedazo de agua congelada que, en no mucho tiempo, acabará diluido en las aguas del Ártico.