Llegué de Groenlandia donde hacía treinta grados bajo cero y me encontré en España, de lleno, con la ola de calor… ¡más de setenta grados de diferencia en apenas unas horas! Tras estos viajes lo que apetece es tranquilidad y descansar un poco.
Algo de calor no viene mal pero esto, me temo, ha sido demasiado. Tras tanto tiempo en el hielo me fui unos días a la playa, al lugar donde he pasado más veranos de mi vida, donde me tiraba con mi familia más de tres meses seguidos todos los años hasta que la montaña comenzó a llamarme y cambié la playa por el monte. Este lugar es Altea, posiblemente el sitio que más recuerdos despierta en mí de todos aquellos por los que he pasado.
Junto a esa playa de piedras he pasado unos cuantos días, comiendo arroces y verdura de las huertas, pescados y pan con alioli. Cuando me recuperé del viaje y me saturé de la vida tranquila decidí montarme mi pequeña aventura y volví a otro de esos rincones que se han convertido en mágicos sólo por el paso del tiempo y por haber vivido en ellos los momentos especiales de la infancia.
La cala de la mina se encuentra en el parque natural de Sierra Gelada, entre las poblaciones de Benidorm y Altea, un trozo, aunque pequeño, de naturaleza virgen que ha escapado al avance arrollador del urbanismo levantino. Cuando yo era pequeño, era un terreno frecuentado por apenas gente, pescadores solitarios y algún que otro vecino.
El camino hasta la cala es el mismo que da acceso al faro que domina la bahía de Altea, una edificación que se ve desde la terraza de casa de mi abuela, y cuyo foco se observa al ir y venir en sus eternas vueltas. Poco antes de llegar al faro surge un camino a la izquierda que se interna, dando sinuosos zigzags, en un seco bosque mediterráneo con algún que otro pino y alguna perdiz que levanta el vuelo al paso del caminante.
El terreno es seco y rojizo, y el caminante ha de descender antiguos bancales de roca caliza pulida entre los que serpentean lagartijas de color pardusco. Hacia muchos años que no caminaba por estos lugares. Ahora hay paneles informativos para los senderistas, perfiles de altitud de las excursiones, y corredores con gafas de ultima generación y bidones cargados de bebida energética.
Cuando era pequeño caminaba por la Sierra Gelada con mi abuela, un gorro y unas almendras. Una vez fui descalzo y volví con los pies llenos de púas de erizo que me clavé al bañarme en la cala de la Mina.
El otro día salí de mi casa con mi 'packraft' (kayak hinchable) en la mochila, un litro de agua y una camiseta hecha por mi hermana, que es cantautora. Caminé hasta el mar subiendo el sendero que conduce al faro con las vistas, en todo momento, de la bahía de Altea flanqueada por las montañas de las sierras alicantinas.
Cuando me desvié hacia la cala dejé de cruzarme con gente y llegué al mar con las ultimas luces del día. Había decidido hacer la parte de navegación a última hora pues durante todo el día había soplado levante y el mar rompía con fuerza en las orillas. A última hora este ya se había calmado y parecía perfecto para que un marinero cobarde como yo se atreviese a echarse a la mar en mi pequeño barquito.
Inflé mi 'packraft' y largué amarras. Di mis primeras paladas y salí de las aguas tranquilas que la pequeña bahía protegía. Tras doblar un cabo quedé desprotegido y el mar de fondo levantado tras días de viento constante se hizo notar en el vaivén de mi barquito.
Subía y bajaba al compás de las olas, y puse rumbo al bloque de apartamentos donde está la casa de mi abuela y que es perfectamente visible desde la distancia. Tardé cerca de una hora en llegar hasta la orilla donde terminé mi pequeña excursión casi al anochecer. La singladura fue tranquila aunque subía y bajaba constantemente algo más de lo que me hubiese gustado.
Pasé entre algunos barcos cuyos tripulantes me miraron con extrañeza. Y yo a ellos: yo me sentía un ávido navegante y ellos jugaban a las cartas en las proas de sus barcos mientras bebían gin tonics en la semioscuridad.
Llegué a la orilla, decía, y las olas rompían en las piedras. Altea tiene una playa de canto rodado. Unas piedras redondas y blancas que hacen ruido de tormenta cuando la ola las revuelve al romper. Un ruido con el que he dormido todos las noches de verano de mi infancia y que hace parecer que el mar rompe dentro de casa y te va a mojar los pies mientras duermes.
Salí de manera poco digna de mi barca y del agua, mojada la camiseta y el resto del cuerpo, y caminé de vuelta a casa de mi abuela entre las hordas de extranjeros que, arreglados como para ir a una boda, salían a cenar a los restaurantes del paseo marítimo.